Capitel del claustro de San Pedro en Soria. La imagen del capitel muestra el segundo de los capiteles historiados del ala Este. Representa dos personajes regios, de los que el rey mantiene en sus manos un libro abierto en el que señala con un dedo, y la reina lleva en su mano izquierdo un pergamino. En los frentes interior y exterior, sendas figuras femeninas portando unas copas.Para saber más hacer clic en la imagen de abajo.

 

 

RESUMEN

Este trabajo se propone conectar la hagiografía de Gonzalo de Berceo con los modelos que la tradición del género "vidas de santos" fue decantando a lo largo de la historia de la Iglesia y de la sociedad medievales.

 

ABSTRACT

This essay aims to connect the hagiography of Gonzalo de Berceo with the traditional and medieval models.

 

 

 

 

Si el teocentrismo cristiano es el pensamiento religioso que les da sentido al hombre y a la sociedad medievales, dicha ideología tiene en la Iglesia, como Institución omnipotente y omnipresente en la sociedad medieval, la más brillante y fiel administradora de los bienes espirituales que esta religión decanta en su progresivo gestarse a lo largo de estos siglos.

Patrona de la cultura y de la filosofía (que en estos siglos es teología), la Iglesia se convierte en la auténtica gestora, no solo de la espiritualidad, sino también del arte que esta forma espiritual del occidente europeo medieval produce.

Dentro de esta espiritualidad y dentro de esta cultura, las figuras de los santos cumplen un papel primordial en el diseño de la transcendencia de que esta nueva y originalísima religión cristiana se dota; papel que se distribuye en una serie de modelos de ejemplaridad religiosa, que nutren mediante los relatos que de sus vidas se hacen, gran parte del imaginario del hombre medieval.

La producción hagiográfica de Berceo, entonces, que recoge en sus cuatro vidas de santos toda la tipología de la santidad que la Iglesia fuera decantando a lo largo de sus siglos de formación, se nos presenta como sumamente ilustrativa para abordar, mediante su análisis, en primer lugar, los rasgos que definen el género hagiográfico medieval, así como las formas en que cuaja a lo largo de los siglos y el sentido y designio de las mismas.

Pero asimismo, en dicha obra se produce una asimilación personalísima y una plasmación muy original de tales esquemas tradicionales, pues la biografía intelectual y artística de Berceo los llena de unos sentidos propios derivados de su radical compromiso con toda la realidad que le rodeaba.

Así, la hagiografía de Berceo se nos aparece como ejemplar paradigma para abordar con claridad y método los dos aspectos que consideramos esenciales en el estudio y análisis de todo hecho literario concreto, a saber:

a)   La tradición formal o genérica en que la obra concreta se inscribe para nacer como poesía, como literatura.

b)  La conformación peculiar con la que el artista trabaja y modula dicha tradición para dotarla de realidad, de vida poética; para convertirla en una obra de arte verbal.

 

 

1. LA IMPORTANCIA DE LA HAGIOGRAFÍA COMO UNO DE LOS GÉNEROS MÁS REPRESENTATIVOS DE LA EDAD MEDIA

 

     En su trabajo estructuralista Las categorías culturales de la Edad Media, el sabio medievalista Arón Guriévich nos previene sobre los peligros de anacronismo permanente que acechan al hombre actual cuando se dispone a introducirse en la mentalidad medieval con las siguientes palabras: "No podremos entender su cultura si ignoramos el sistema de valores en que se apoyaba la visión del mundo de los hombres de la época medieval. En la Edad Media el género literario más difundido y popular es la vida de santos"

Creo que estas advertencias de Guriévich nos pueden servir para hacernos cuestión sobre su tajante afirmación en relación con la importancia y difusión de un género, el hagiográfico, que, aunque en los casos más favorables y excepcionales haya entretenido, asombrado y asustado nuestra más remota infancia de boca de alguna abuela beata, hoy por hoy, adultos como somos, y acogidos a un mundo práctico y fundamentalmente laico, como el nuestro, no puede menos de hacernos sonreír.

Porque el hecho cierto es que no solo Guriévich nos advierte de que para hacer una intelección seria y profunda de la cultura y el arte medievales, la figura del santo y los relatos que en las diversas tipificaciones que el santo presenta, se dedican a relatar su vida llena de esfuerzo y milagros, son requisito imprescindible, sino que gran parte de los investigadores del pensamiento medieval y de su arte y su literatura, ostentan en su quehacer crítico (filológico y no filológico) brillantes trabajos que se han interesado por el fenómeno de la santidad (poética y no poética) y que nos ayudan a comprender cómo surgió la santidad como una parte sustantiva del dogma cristiano y cómo se hizo objeto literario mediante unas formulaciones formales que llegaron a crear la tradición literaria llamada género hagiográfico. A desarrollar estos dos "cómos", que son los cimientos de nuestro trabajo sobre la hagiografía de Berceo, es a lo que nos vamos a aplicar en este primer apartado de este artículo.

Para dar cuenta de ellos vamos a hacernos dos preguntas: a) ¿en qué consiste una aproximación científica al fenómeno de la santidad? y b) qué sentido y forma adquiere dicho fenómeno y su formulación litúrgica y literaria como parte esencial del dogma cristiano.

 

 

2. APROXIMACIÓN CIENTÍFICA AL SENTIDO Y FORMA DE LA HAGIOGRAFÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN DEL HOMBRE QUE ANUNCIA LA DOCTRINA CRISTIANA

 

De entre los numerosos investigadores medievales que pueden ayudarnos a determinar qué cosa sea la santidad, y qué revolución supuso, frente a otras religiones, tanto su invención, cuanto su formulación dogmática por parte de Iglesia como gestora de la religión cristiana, nos acogemos a la sabiduría del profesor Vauchez, quien en sus diversos trabajos sobre la espiritualidad del occidente medieval analiza la figura de los santos de forma científica, es decir, de una manera que estudia el ser y el existir de tales figuras desde las propias coordenadas religiosas cristianas que las dotan de sentido propio y peculiar; pues es claro que los santos y su culto han sido brillantemente investigados por extraordinarios antropólogos que enfocan el fenómeno de la santidad desde la perspectiva de la mitología comparada, pero tal perspectiva, sin duda interesante e iluminadora sobre muchos aspectos histórico-evolutivos en la conformación del culto a los santos cristianos, no nos sitúa en el mismo meollo del problema que no es otro que el sentido y designio que en su programa de salvación humana otorga a los santos y a su culto esta nueva religión, llamada cristiana del cual nos dice el profesor Vauchez lo siguiente: "Destruyendo los bosques sagrados y sustituyendo el culto de las fuentes por el de los santos, la Iglesia se lanzó, desde las postrimerías de la Antigüedad, a una empresa de largo alcance cuyo fin era, nada menos que el de antropomorfizar el universo y someter al hombre el mundo natural. Los santos, —hombres antes que santos— desempeñaron un papel importante en este proceso."

Para la opinión del profesor Vauchez, a la que nos adherimos sin reservas, el estudio científico de la santidad cristiana implica situar a la misma en tales coordenadas antropomórficas, y, por tanto, las propuestas de mitología comparada, como pueden ser las que, dentro de la crítica francesa, se mueven en la línea de P. Saintyves, que quieren ver en los santos cristianos a los dioses del paganismo, no acaban de convencerle, no porque no haya una línea de continuidad cierta y segura entre unos y otros cultos, entre los ritos arcaicos y la devoción de los santos cristianos, sino porque tal continuidad que puede explicar el aprovechamiento que de las antiguas supersticiones y de su culto a las fuentes, rocas y bosques hizo Iglesia en favor de la nueva religión que patrocinaba, transformando los lugares sagrados de los ritos arcaicos en ermitas y santuarios, no puede explicar el fin al que tal transformación iba encaminada. Es decir, las teorías que intentan explicarse el culto a los santos como una simple mampara propia que la Iglesia puso sobre las antiguas creencias para hacerse con ellas, siquiera formal y externamente, dan cuenta y explicación del cómo, pero no del qué, ni sobre todo del por qué ni del para qué, es decir, de las causas y de los fines, que es lo que realmente interesa determinar en el análisis de las ciencias de lo humano, pues el hombre, con su libertad y con su voluntad hace las cosas por algo y para algo, y descubrir esos porqués y para qués que le impulsan en sus proyectos nos informa más sobre una actividad humana que el mero proceso de llevarla a cabo.

 

 

3. LA SANTIDAD Y SU DESIGNIO EN EL PROGRAMA ANTROPOMORFIZADOR DE LA RELIGIÓN CRISTIANA: EL DOGMA DE LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS.

 

     En la prosecución de ese designio antropomorfizador que la religión cristiana tiene como meta, una religión, no lo olvidemos, que tiene como Dios a un Dios hecho hombre, el papel de los santos, hombres que merced a su fidelidad a la religión merecen la categoría de dioses, en tanto que se les rinde culto, es de una relevancia e interés singulares.

Y lo es, porque, por primera vez una religión asume como parte de su transcendencia, de su más allá, no solo la inmortalidad para los fieles que hayan dado fe de ella sin titubeos en su vida y en su muerte, sino la posibilidad de gozar y compartir el espacio celeste y las virtudes divinas; de ahí que la fiesta que en el santoral conmemora el aniversario de los santos sea la de su muerte y no la de su nacimiento, pues es al morir cuando nacen a la auténtica vida, la celeste, y cuando su persona se reviste del aura prodigiosa de lo sagrado y de la facultad milagrosa que acompaña a esa casi divina condición susceptible de recibir culto y capacitada para hacer milagros.

Quizás hoy no nos sea fácil comprender la revolución que supusieron estos dos principios (inmortalidad y divinización del hombre) que la religión cristiana trajo como patrimonio innovador frente a otras creencias antiguas, porque los dos milenios de su influencia sobre nuestra cultura nos impiden, en una primera instancia, calibrar lo asimilados que los tenemos en nuestra forma de concebir la muerte y el más allá como una prolongación de la vida terrena en la que los muertos gozan del privilegio de proteger a los vivos. Y así, por ejemplo, no nos resulta extraño que alguien que se declara y que sabemos ateo, nos confiese que algún muerto próximo y muy querido (un hijo, por ejemplo) le protege y le ayuda a sobrellevar su trágica muerte. Sin embargo, en un razonamiento lógico y equilibrado cabe preguntarse ¿cómo puede ser que alguien que no cree en Dios, ni en el más allá, pueda, sin embargo, hacer una utilización tan íntima del dogma cristiano de la comunión de los santos —del que enseguida hablaremos—?, pues no otra cosa está haciendo nuestro amigo o conocido cuando nos descubre la relación protectora que el muerto querido ejerce desde el más allá. Evidentemente, la respuesta práctica a tal pregunta es que lo hace porque los occidentales llevamos a nuestras espaldas espirituales veinte siglos de participación en esa creencia en la inmortalidad del hombre instituida por la doctrina cristiana y aunque la evidencia racional nos la niegue, el movimiento instintivo de la creencia asimilada obra en nosotros y nos hace sentir como natural esa comunión, esa comunicación con aquellos muertos, cuya trayectoria vital hemos considerado irreprochable y, a los cuales, por tanto, consideramos dignos de estar en el cielo mirando por nosotros y protegiéndonos en virtud de su participación en la divinidad de un cierto Dios con el que conviven.

Sin embargo, en aquellos años del Imperio Romano decadente en que la religión cristiana se abría paso, en las religiones entonces en vigor las cosas de la muerte no eran así, ni los asuntos de los dioses y del cielo estaban tan próximos ni accesibles para los humanos por muy creyentes en un dios o por muy héroes que fueran, pues la inmortalidad separaba irremisiblemente a los dioses de los hombres y éstos, ni siquiera los héroes, que habían sido engendrados por un dios y un mortal, tenían la posibilidad de acceder a ella.

La primera revolución que supuso la religión cristiana, revolución de la que constantemente se hace eco en su credo, en su teología y en su liturgia, fue la de derribar el muro de la muerte, infranqueable para el hombre en las religiones paganas. Al morir su Dios encarnado en la cruz y al resucitar, derriba aquellos límites que condenaban al hombre a la muerte irremisible y le abren la esperanza a la vida eterna. Al destruir este muro de la muerte que hacía inaccesible la vida eterna para el hombre, la doctrina cristiana instituye una originalísima manera de entender la relación entre cielo y tierra que ahora es posible y constante para sus fieles, pues por encima de las contingencias de la carne, los creyentes forman parte de un cuerpo místico, de una comunidad espiritual que transciende la muerte y que los hace participar de unos mismos bienes espirituales. Este nuevo principio dogmático de fe, en el que los cristianos tienen la obligación de creer pasó a formar parte del Símbolo Apostólico, y se recoge, desde el siglo IV en la segunda parte del artículo noveno de este símbolo o credo que los cristianos rezan para hacer confesión de su fe, con las siguientes palabras: "creo en la comunión de los santos".

La segunda revolución cristiana consistió en la definición y ubicación de esa inmortalidad, instancias que presuponían que los hombres cristianos, que fueran fieles seguidores de la doctrina, tenían la oportunidad de participar no solo de la inmortalidad de los dioses sino del ámbito celeste. Pero aún hay más y es que en esta línea discursiva de la fidelidad religiosa y su premio celeste que promocionaba la nueva religión, el perfecto virtuoso, es decir, aquel que había inmolado su vida en aras de la fe que profesaba, aquel que había sido confesor de la misma, mediante el martirio o mediante una vida entregada a Dios merecía, tras su muerte, no solo disfrutar de la vida eterna, reservada por la Antigüedad a los dioses, sino incluso de recibir un culto próximo en su definición y fines, al del Dios uno y trino de la nueva religión del que todo manaba y al que todo conducía. Es en esta encrucijada de novísimas ideas acomodadas a viejos moldes espirituales donde cabe situar a las figuras de los santos como los hombres especialísimos que dan testimonio y fe humana de que los novedosos programas de la religión cristiana se cumplen, es decir, hombres que dan testimonio de que la barrera de la inmortalidad que separaba a dioses y a hombres se ha roto, pues los milagros que, a sus instancias, obra Dios sobre los humanos, son la mejor constatación de ese glorioso anuncio de inmortalidad y de sacralidad del hombre que promocionaba la nueva doctrina. Los santos y su actividad milagrosa sobre los fieles son prueba que evidencia la verdad y la certeza de los anuncios de inmortalidad del cristianismo. De ahí la relevancia y el interés de sus figuras dentro de la creencia; de ahí la importancia que adquieren los santos, como los nuevos héroes, en la sociedad medieval, una sociedad, no lo olvidemos, cuya visión del mundo está asentada en el teocentrismo cristiano; y de ahí, finalmente, que el relato hagiográfico sea el de más amplia influencia, producción, difusión y variedad dentro de la literatura del momento.

Sin embargo, este culto a los santos, que recibió el nombre de dulía, palabra de origen griego cuyo significado es servidumbre ya que el santo se ha destacado por ser fiel siervo de Dios, y que ya se recoge como parte del ceremonial ritual de la Iglesia en las liturgias que se escribieron a finales del siglo IV, tuvo en aquel siglo, especialmente convulso, de gestación y asentamiento de la ortodoxia de la religión cristiana, numerosos disidentes, como Eunomio y Vigilancio a los que la que la iglesia condenó por herejes, quienes negaban el culto a los santos, —como más tarde, en época de Berceo la negarán los valdenses—, si bien compartían lo fundamental del dogma de la comunión de los santos el cual estaba inspirado en las palabras dichas por Cristo en distintos pasajes de los Evangelios canónicos, y cuya larga tradición doctrinal que se iniciaba documentalmente en el siglo I con la Ia carta a los corintios de San Clemente y proseguía en la Visión tercera del Pastor de Hermias, continuaba en el siglo III con figuras del relieve de Clemente de Alejandría, San Hipólito, Tertuliano, Orígenes..., se consumaba en el IV con valedores de tanto relieve como Arnobio, Eusebio, san Basilio, San Cirilo, San Ambrosio..., y se remataba gloriosamente con la flor y nata de la Iglesia fundadora, que floreció a finales del IV y durante todo el V, como San Juan Crisóstomo y San Jerónimo, San Agustín, o san León el Grande.

Una vez enfocado el asunto de la santidad desde los parámetros científicos de las ciencias humanas vamos a preguntarnos ahora sobre cómo la Iglesia decantó, a lo largo de su gestación como institución religiosa, los modelos de santidad y sobre cómo la estructura tipológica de dichos modelos condicionó tanto la liturgia como la hagiografía, y sobre cómo Berceo en su producción sirve puntual y fielmente a tales modelos.

 

 

4. LOS MODELOS DE SANTIDAD: DESARROLLO LITÚRGICO-HAGIOGRÁFICO Y SENTIDO DE SUS CUATRO PROTOTIPOS DENTRO DEL PLAN DE SALVACIÓN DEL CRISTIANISMO Y DENTRO DE LA PRODUCCIÓN DE BERCEO

 

 Una vez analizado el fenómeno de la santidad desde las instancias que el profesor Vauchez considera científicas, pasemos al asunto siguiente que consiste en descubrir como se articularon, a lo largo de los primeros siglos de la iglesia los cuatro modelos de santidad que podríamos llamar canónicos, el del mártir, el del confesor en su doble vertiente testimonial, (eremítica y directiva), y finalmente el de la virgen, por un lado; y en determinar, por otro, cómo en función de dichos modelos, la narración de sus vidas ejemplares se fue organizando en un prototipo de relato, el hagiográfico, que se consolidó como un género literario particular con unas características morfológicas propias. Estas características formales de la hagiografía, que cobran sentido y explicación en el nacimiento y difusión del culto a los mártires, se proyectan en un prototipo de personaje y en un modelo de estructura narrativa que ya consolidados en el siglo XIII le servirán a Berceo para vehicular poéticamente la faceta hagiográfica de su producción a lo largo de la cual el poeta riojano contempla, con su propia visión de intelectual universitario palentino y por tanto profundamente comprometido con la doctrina cristiana de su momento, los cuatro modelos de santidad que la Iglesia conmemora: el del mártir en El martirio de San Lorenzo; el de confesor eremita en la Vida de San Millán de la Cogolla; el de confesor dirigente en la Vida de Santo Domingo de Silos y, finalmente el modelo de virgen que cobra forma a través del Poema de Santa Oria.

 Pudiera sorprender, a primera vista, el panorama tan completo que de la santidad canónica ofrece Berceo en su producción hagiográfica, un panorama que representa todos los prototipos de relatos hagiográficos que eran de preceptiva lectura en la liturgia de los monasterios como señalan, tanto el profesor Vauchez analizando la espiritualidad de los benedictinos de Cluny, tan volcados en su regla a la plegaria y la liturgia, como el profesor Baños Vallejo quien, analizando el género hagiográfico en la literatura castellana medieval nos recuerda que las hagiografías latinas eran lectura común en la vida monástica y que, si en un principio formaban parte de la liturgia, en especial del oficio de maitines, poco a poco ocuparon los diversos ámbitos de la vida comunitaria y aun pudieron llegar al pueblo a través de los ejemplos de los predicadores.

Ahora bien, esa primera perpleja curiosidad que experimentamos frente a la puntualidad con que Berceo trata en su hagiografía el fenómeno de la santidad en sus cuatro articulaciones canónicas, empieza a tener sentido y razón cuando se contempla y analiza su producción poética desde los nuevos enfoques de la crítica medieval de los últimos cincuenta años. Tales perspectivas críticas interpretan la producción poética del riojano desde la posición de compromiso riguroso y activo que Berceo entretiene con todos y cada uno de los aspectos de la religión cristiana (teológicos, institucionales y morales). Este compromiso corre parejo con el estético y, la suma de ambos, nos lo revela, según la opinión de la profesora Una Maqua, como un clérigo claramente adscrito a la escuela poética de clerecía, escuela que tiene su asiento formativo e institucional en los nacientes estudios universitarios palentinos, de donde salieron, según el profesor Rico, las primeras promociones de la élite intelectual del momento, los selectos scholares clerici, que pertrechados de una profunda formación, ocuparían los altos cuadros administrativos de las instituciones del momento: la eclesiástica y la monárquica. La formación de la Universidad de Patencia, avalada por sus programas y lecturas, era vasta , profunda y compleja. De tal formación nos interesa, por ahora, destacar dos aspectos concretos para calibrar la importancia que en su producción Berceo otorga a su faceta hagiográfica y la puntualidad con que la sirve.

El primero de estos aspectos es la relevancia que en los programas universitarios palentinos tenían los estudios teológicos, hecho que nos permite, hoy por hoy, contemplar a Berceo como un hombre de sólidos conocimientos teológicos, frente a opiniones tradicionales sobre su labor, como la de Saugnieux, que si bien subraya siempre la cruzada pedagógica y doctrinal en que tanto Berceo como el mester de clerecía se empeña, disocia de tal cruzada la sistematización teológica.

El segundo de estos aspectos es la relevancia que en la formación de la escuela de clerecía palentina tiene la finalidad didáctica y moralizante, hecho que destacan los trabajos del propio Saugniaux, de Menéndez Peláez, Cañas Murillo, Willis, Bly y Deyermond, Cacho Blecua, Rico, Uría, y un nutridísimo elenco de apasionados berceistas, lo que nos explica la intencionalidad que a su obra como difusora de la teología cristiana le otorga Berceo. Desde esta doble perspectiva teológico-doctrinal la obra de Berceo puede ser comprendida, ahora mucho mejor. Y con esa nueva luz la enfoca el trabajo de Ruiz Domínguez, quien concibe la producción de Berceo como una proyección didáctico-doctrinal de la Historia de la salvación cristiana. Desde esa vía de exégesis, la hagiografía de Berceo, tan ajustada a los modelos canónicos de la Iglesia, representaría, dentro de esa Historia de salvación, el papel que a la santidad le toca representar dentro de la teología cristiana, papel que como sabemos, por lo que llevamos visto hasta ahora, no es otro que el transcendental y revolucionario de hacer presente y patente para los cristianos la actualidad permanente del dogma de la comunión de los santos.

Ahora bien, para poder comprender con cabalidad el patrimonio tradicional con que Berceo cuenta al emprender su primer compromiso poético con la doctrina, mediante la elaboración de sus relatos hagiográficos, creemos que no está demás hacer un poco de historia sobre cómo surgió y se organizó formalmente la santidad, tanto en el plano litúrgico del culto, cuanto en el plano poético de la hagiografía, planos que, como veremos estuvieron profundamente imbricados y es más que probable que esta imbricación entre culto y relato fuera una de las causas fundamentales que contribuyeran a la popularidad de las Vidas de Santos entre los hombres de la Edad Media.

Consideramos que es a través de la Historia de la Iglesia como mejor se puede calibrar la decantación de estos modelos ejemplares, que aparecen sucesivamente en los dos o tres siglos que transcurren hasta que el cristianismo se consolida como religión oficial con Costantino, modelos cuyas figuras acaban de perfilarse durante los siglos siguientes en toda una serie de matices y variantes que darán cuenta cabal y completa del fenómeno de la santidad y su plasmación poética o hagiográfica.

 

 

5. EL MÁRTIR COMO FUNDADOR DE LA SANTIDAD Y LA "PASSION" COMO NÚCLEO GERMINAL DE NARRACIÓN HAGIOGRÁFICA

 

Vamos pues, a analizar cada uno de estos prototipos o modelos de santidad, empezando por el que ocupa el primer lugar entre los mismos, tanto por su aparición como por su consideración dentro de la Iglesia: el mártir; prototipo de santo que, curiosamente, ocupa el último de los lugares en la cronología de la producción hagiográfíca berceana, si seguimos a los dos insignes medievalistas que con más empeño se han ocupado de fechar estos relatos de Berceo: la profesora Weber de Kurlat y el profesor Dutton quienes, aunque utilizan diferentes criterios científico-filológicos para establecer el orden cronológico en el que Berceo compuso sus Vidas de Santos, coinciden en que, dentro de este orden, que sería VSM, VSD, PSO y MSL, el Martirio de San Lorenzo es la última obra no solo de la hagiografía sino de toda la producción berceana, aduciendo ambos las mismas razones de tal fechación. a saber: porque consideran que el relato está incompleto, como consecuencia de que la muerte sorprendió al poeta riojano mientras lo estaba componiendo y si bien pudo rematar las dos primeras partes preceptivas que la tradición hagiográfíca recomienda: la invocatio y la narratio, no pudo sin embargo, completar el relato con la conclusio que se echa en falta en la estructura unitaria del mismo.

Sin embargo, al margen de la paradójica posición cronológica que el tratamiento del martirio tiene en la contemplación de la santidad berceana, parece legítimo que se considere al mártir como el modelo fundacional y privilegiado, tanto de la santidad como de la hagiografía. De la primera, porque fue del culto espontáneo que sus correligionarios tributaban a estos cristianos que se inmolaban por la fe de donde surge el fenómeno de la santidad. De ahí que, en relación con el culto que se les tributaba, las figuras veneradas de los mártires conservaran dentro de la Iglesia un prestigio sin par, aun cuando se afirmaran en ella, progresivamente, los otros tres modelos, también sumamente llamativos por la excepcionalidad de su dedicación y servicio a Dios.

De la segunda, es decir, de la hagiografía, que es la que a nosotros más nos interesa, porque las figuras de los mártires ostentan la preeminencia fundacional como protagonistas del relato hagiográfico y porque los rasgos temáticos, formales y estructurales que definen estos primeros relatos llamados Passiones sanctorum serán como el germen esencial que una vez desarrollado históricamente dará lugar a las distintas tipificaciones del santoral y a las distintas vidas de santos. De estos rasgos formales y temáticos que la hagiografía hereda del culto a los mártires y del relato de sus patéticas muertes que son las passiones es de lo que trataremos a continuación.

 

 

6. LA VALENTÍA Y LA REPRESENTACIÓN DEL SANTO COMO MILES CHRISTI

 

     Así pasará con la característica esencial que define la figura ejemplar del mártir que es la de la valentía para dar testimonio de la fe que profesa arrostrando por ella enormes sufrimientos que van desde los más crueles tormentos hasta la muerte, una muerte cruenta, no exenta de sufrimiento. De ahí que los primeros relatos sobre sus martirios, embriones hagiográficos o hagiografías en potencia, reciban, junto al nombre de Passiones sanctorum, el de Gesta martyrum, pasiones y gestas que, como veremos más adelante, tendrían un papel singular en la difusión del culto. Este valor para sostener sus creencias permite de forma inmediata asociar al santo al héroe clásico, cuya característica esencial es también el valor, y dado que los héroes en las conformaciones de las sociedades primitivas suelen ser hombres de armas, inmediatamente estos mártires fueron considerados como soldados de Cristo, unos soldados que con un valor y una impasibilidad admirables para el mundo romano soportaban, de forma pacífica y en aras de su fe, las más extraordinarias vejaciones morales y físicas. La figura del santo como miles Christi (soldado de Cristo) es una de las herencias formales que el género hagiográfico recibe de estas passiones primeras y que se reitera de forma constante a lo largo de toda la tradición del mismo. Las dos figuras de los santos confesores que trata Berceo en su hagiografía, la de San Millán y la de Santo Domingo, están contempladas desde esa perspectiva de soldados de Cristo, unos prototipos de soldados magníficamente actualizados por Berceo, quien proyecta sobre los mismos los dos modelos heroicos masculinos que decanta Castilla en su épica, el del infanzón sobre la hazaña eremítica de San Millán y el del conde sobre la hazaña defensivo-fundacional-redentora de Santo Domingo, a fin de que el público contemporáneo de Berceo pueda comprender la santidad de sus trayectorias vitales en clave heroica.

Prosigamos ahora con el siguiente de los rasgos formales que el martirio como asunto del que parte la santidad lega tanto a la liturgia cuanto a la hagiografía: la sacralización milagrosa del espacio donde reposan sus restos, cuerpo o reliquias.

 

 

7. EL CULTO A LOS MÁRTIRES EN LA ARTICULACIÓN DEL ESPACIO HAGIOGRÁFICO

 

Los mártires por la fe se hicieron rápidamente populares tanto entre los cristianos cuanto entre los paganos porque su patética inmolación y su temple valeroso conmovía los corazones sencillos. De ahí que, como señala el profesor Brown, estos cristianos primitivos que conservaban restos de tradiciones religiosas arcaicas, como el culto privado a los genios tutelares y a los dioses y demonios familiares, nada más ejecutados estos mártires que les habían llenado de admiración, los convertían en objeto de culto y, siguiendo ancestrales costumbres y creencias de los romanos que celebraban a sus muertos, comenzaran a hacerse alrededor de las tumbas de los mártires, reuniones conmemorativas de estos espíritus cuyo valor al morir los señalaba como especiales y hasta cierto punto elegidos de Dios. Así que ese culto a las tumbas de los mártires fue el primer movimiento que permitió articular la santidad cristiana. Sin embargo, este culto familiar, y por tanto privado y desperdigado ponía en peligro la unidad de una iglesia todavía en ciernes, cuyos fieles, lejos de permanecer unidos en una misma fe y una misma liturgia, se desperdigaban en montones de cultos privados que amenazaban la desaparición por desintegración de ese cuerpo místico que fundaba su permanencia en la comunión de los santos. De ahí que con su preclara inteligencia, aquellos grandes papas y obispos, extraordinarios líderes y hábiles políticos, que dirigieron la Iglesia en el siglo IV, como San Dámaso o como San Ambrosio de Milán, decidieran organizar institucionalmente ese culto a los mártires poniéndolo bajo el patrocinio de la jerarquía. Así, cuando se inventaron las reliquias de los santos Gervasio y Potasio de Milán y San Ambrosio, que entonces presidía la sede episcopal de la ciudad, decidió no solo apropiárselas inmediatamente sino convertir a estos santos en patronos de la Iglesia milanesa, haciendo que se rindiera culto a sus reliquias en la catedral, estaba sentando las bases de la política futura de la Iglesia en relación con la santidad, una política que discurrirá siempre entre el fraude y la oportunidad, buscando, sin embargo, con buena fe, pensemos, la mayor gloria de Dios. En este caso concreto, que será paradigmático del comportamiento de la Iglesia con relación a la santidad y el papel que en ella juegan las reliquias, su veneración y su traslado, el éxito fue rotundo, pues las numerosas procesiones y celebraciones que se realizaron con motivo de la exaltación de esos santos convertidos en patronos de la Iglesia de Milán, consiguió unir a los fieles en un culto común y considerar a estos santos mártires cuyas reliquias se veneraban como patronos comunitarios.

El culto a las tumbas en que se custodian los restos de los santos, los llamados cuerpos santos, así como la custodia de las reliquias, son otras dos herencias que aparecen de forma constante presidiendo las hagiografías. Esto es así hasta el punto de que en tales relatos el espacio de la sacralidad definido por el milagro y ubicado en torno al sepulcro del santo o en torno a sus reliquias es un ámbito prodigioso donde la proximidad del santo hace obrar a su virtud milagrosa de una forma más aguda, lo que obliga a sus devotos aquejados de algún problema a aproximarse a este foco de irradiación benéfica que es el cuerpo santo o el relicario que guarda parte de sus restos. No parece pues irracional que iglesias y monasterios se disputasen cuerpos y reliquias a fin de santificar su territorio y tampoco parece tan absurdo, a la luz de esta santificación que de sus cuerpos santos y de sus reliquias recibe, que el monasterio llegara a ser considerado por Cluny como la antesala del cielo, consideración que dará sentido a la importancia que en su regla tiene la aparatosa liturgia, pues si como venimos diciendo, las figuras de los santos ponen en evidencia la línea de comunicación directa entre tierra y cielo, cuando el cuerpo mortal de un santo yace enterrado en un monasterio, o sus reliquias conservadas en él, esa línea de comunicación, esa vía que enlaza directamente cielo y tierra está asegurada.

Berceo es especialmente sensible a esta cualidad sacra de la que el santo impregna el espacio que define su trayectoria esforzada, y la utiliza de forma prodigiosa para crear un espacio poético propio y singular para sus dos vidas de santos de construcción y de arquitectura más atrevidas y originales: la Vida de San Millán y el Poema de Santa Oria. En la primera, es decir, en la Vida de San Millán la idea de que el espacio recorrido por el santo es un espacio sacralizado juega un papel singular en la articulación que del relato hagiográfico hace Berceo, presentando la figura heroica del eremita como un caballero de Cristo que, en hazañas sucesivas y cada vez más ambiciosas expulsa al diablo de los distintos espacios que tiene invadidos: el yermo( macrocosmos), el hombre, (microcosmos), santificándolos y alcanzando mediante su esfuerzo la categoría de patrón del territorio cogollano, un territorio que volverá de nuevo a defender y reconquistar bajando del cielo mano a mano con Santiago cuando los moros, que es la definitiva corporización que toma el diablo en este relato, lo hayan invadido de nuevo. Creemos que el juego con las diversas intelecciones de espacio: diabólico y bendito, macrocósmico y microcósmico, simbólico y concreto, son tan importantes en esta obra, y están tan imbuidas del concepto de espacio santificado por la presencia del santo, que sin esa valoración del mismo, la intelección de este relato hagiográfico se empobrece y corremos el riesgo de no calibrar la auténtica revolución formal a la que Berceo somete las fuentes que maneja: la de su arquitectura fugada. Pero de igual modo pasa con el Poema de Santa Oria, cuya original arquitectura compositiva ha estudiado la profesora Uría. Pensamos, que, a parte de ese juego espacial de retablo ojival que organiza el poema, según lo ve la profesora Uría, si no se entiende la idea fundamental del monasterio como espacio sagrado que es una especie de antesala del cielo, no podremos entender el juego místico-poético que se desarrolla en la obra, haciendo de la celdita de la enclaustrada una especie de espacio misterioso, en el cual la comunicación entre cielo y tierra y tierra y cielo es fluida y permanente, espacio sacro por excelencia donde tiene lugar de forma plástica, de forma visible, de forma poética, el credo cristiano de la comunión de los santos.

Una vez ejemplarizado a través de la obra de Berceo, este tratamiento del culto al espacio sacro que la tradición hagiográfica hereda de ese primitivo y originario rito del culto a las tumbas de los mártires y a sus reliquias, prosigamos con el análisis de ese cúmulo de herencias formales que este culto primitivo lega a las dos ramas en que se proyecta el fenómeno de la santidad: la del culto en la liturgia cristiana y la del género hagiográfico en la literatura ejemplar que la santidad decanta.

 

 

8. EL RELATO HAGIOGRÁFICO COMO PARTE DE LA LITURGIA: SU IMPORTANCIA EN EL DESARROLLO Y CONSOLIDACIÓN DE LA HAGIOGRAFÍA COMO GÉNERO LITERARIO

 

    En este camino de interinfluencia entre culto y relato y relato y culto, hay que señalar en tercer lugar, la importancia que en el propio desenvolvimiento del culto al mártir tiene el relato de su martirio, es decir su hagiografía, aunque esta sea en embrión o rudimentaria, y esto es así porque en la liturgia de conmemoración del santoral que la Iglesia primitiva dispuso, ya desde el siglo IV, una de las partes de la misma, quizás la más importante porque suponía la explanación de las causas de la excelsitud que del santo mártir se veneraba, consistía en el relato de su martirio. Los martirios narrados en la liturgia se convirtieron así en una forma de ordenación de la misma y se recogieron en compilaciones llamadas Passiones Sanctorum que, como decíamos recogían escueta aunque patéticamente los relatos del suplicio de los mártires. Ahora bien, parece que ya en el siglo VI el interés que tales relatos suscitan en los fieles era bastante considerable, pues alrededor de ese eje central del martirio se van añadiendo toda una serie de anécdotas que contribuyen a dar mayor cuerpo y consistencia y relieve al propio desarrollo vital del santo. Estas nuevas pasiones son ya, prácticamente hagiografías y se recogen en lo que se conoce como Pasiones amplificadoras. En uno de estos compendios de pasiones amplificadas, la Passio Polychronii, supone que se inspiró Berceo para el Martirio de San Lorenzo, el profesor Pompilio Tesauro, uno de los mejores y más profundos estudiosos de esa hagiografía berceana que el poeta riojano dedica a uno de los mártires primeros y más famosos en la tradición del santoral cristiano, quizás por el patetismo y la teatralidad espectacular de su sobre-cogedora ejecución asado en una parrilla y por las famosas burlas que el santo mártir en el fragor de su suplicio les dedicaba a los verdugos.

La tradición de la lectura de las pasiones para conmemorar la fiesta del santo, es decir el aniversario de su martirio traerá consigo, asimismo, el hecho de que cuando aparezcan otros tipos de santos: confesores y vírgenes, también los relatos de sus vidas pasen a formar parte de la liturgia. Así sabemos, por ejemplo, que dentro de la revolución litúrgica que se instauró en Cluny, revolución que hacía práctica constante del dogma de la comunión de los santos, los monjes, además de dedicar gran parte de sus ceremonias al rezo por los difuntos, tenían establecida, cada día la lectura del relato hagiográfico del santo que se conmemorara, según nos informa Vauchez y en esa misma idea abunda el profesor Baños Vallejo quien, en su monografía sobre la hagiografía medieval castellana recuerda que las hagiografías latinas eran lectura común en la vida monástica, que en un principio ocuparon parte de la liturgia, en especial el oficio de maitines y que poco a poco invadieron otros ámbitos de la vida comunitaria y aún pudieron llegar al pueblo a través de los relatos y ejemplos de los sermones. Para las hagiografías en romance postula que serían leídas en voz alta según la práctica de la vida monástica.

 

 

9. EL MARTIRIO Y LA MUERTE COMO CENTRO DEL RELATO HAGIOGRÁFICO

 

Ahora bien, si las Passiones Sanctorum influyen a la vez que en la ordenación y disposición litúrgica en la promoción del género hagiográfico instituyendo como parte fundamental de la liturgia el relato de las vidas de santos, el propio hecho que narran, aquel por el que se rinde culto al santo, es decir el martirio condiciona de forma radical tales relatos, cuyo punto culminante ha de ser la muerte del santo, muerte que, desde este origen embrionario, organizará siempre, en toda la tradición hagiográfica posterior, sea del orden que sea, la estructura narrativa de esa vida, aunque el santo no sea mártir y haya muerto de forma natural.

Indudablemente, cabe argumentar que si la muerte del santo supone su auténtico nacimiento a la santidad, es normal que un relato que se ocupa fundamentalmente de hacerla plástica mediante la poesía, tenga a la muerte del santo como uno de sus ejes fundamentales. Sin embargo consideramos que el otorgar a la muerte del santo el punto cenital del relato hagiográfico viene condicionado por el impacto poético-patético que supone el martirio, impacto que marca desde sus orígenes la representación poética de la santidad, pues el martirio implica una escenografía tan preñada de valores sublimes, plásticos y simbólicos que es imposible que no instituyeran en el mundo poético en el que influyen la idea de que la muerte ha de ser el eje espectacular del relato hagiográfico, mucho más si atendemos a la relación simbólica que puede establecerse entre parto y martirio, pues ambos se asientan en una violencia cruenta y dolorosa que sin embargo abre el camino a la vida verdadera del santo.

 

 

10. EL MARTIRIO Y EL DESARROLLO DE LA VIDA DEL SANTO COMO PENITENCIA

 

     También el propio asunto del martirio como germen de la santidad influye en el desarrollo de la trama y en su designio doliente, penitente y sacrificial que tendrá en todas las vidas de santos. El martirio es el eje esencial de la santidad, es aquello por lo que el santo es santo, y siempre ha de estar presente en el relato hagiográfico, bien concentrado, como aparece en las pasiones, bien diluido, como aparece en el resto de la tipología hagiográfica, de cuyas vidas dice Paulino de Ñola, con feliz expresión comentando la Vida de San Martín de Tours de Sulpicio Severo, obra paradigmática de la concepción eremítica occidental, que relata la vida de un mártir que no destila sangre. Ahora bien, aunque incruentas, las representaciones poéticas de las vidas de los santos están siempre marcadas por el martirio. En su desarrollo, determinado por la renuncia a la satisfacción corporal y al solaz moral, no existe jamás ni el gozo de vivir, ni la risa, pues el camino de perfección en el que el santo confesor se inmola exige una perpetua contemplación de la autoflagelación física y moral: la física mediante el sometimiento del cuerpo a situaciones extremas de hambre, sed, sueño, cansancio...; la moral mediante la humillación y la obediencia permanente.

De la misma manera que se ha podido decir, al hacer un análisis estructural de los exempla medievales que son la explanación de la moraleja que los resume, podríamos decir que toda la tipología de la santidad no es más que una explanación del martirio, y solo desde esta instancia generadora de la que surge la santidad es comprensible el desarrollo de una vida humana centrada en el sufrimiento como símbolo de perfección, pues el santo es ejemplar, porque, al contrario del resto de los humanos, persigue la desdicha permanente.

 

 

11. EL MARTIRIO Y LA PARADOJA COMO ESTRUCTURA DE LO HAGIOGRÁFICO

 

     Finalmente, para rematar esta serie de rasgos esenciales en la tradición del relato hagiográfico que toman sentido y explicación en el fenómeno del martirio de donde surge, hablaremos de dos pares de rasgos contradictorios que definen su figura y su aventura.

La primera pareja inspirada en la muerte violenta de la carne como paso a la vida del espíritu se desarrolla en la vidas de santos incruentas en torno al doble y contradictorio camino que las recorre, en tanto que hacer sufrir al hombre supone hacer nacer y crecer al santo. De manera que si tuviéramos que asociar un tropo al discurrir de la hagiografía diríamos que su fundamento poético está en la paradoja. Esta condición compleja de la paradoja que hace que una cosa sea a la vez a y b y que es a porque es b y b porque es a dota de profundidad al relato hagiográfico que siempre lleva implícita en su interpretación la doble y contradictoria dimensión de lo humano al intentar conjugar carne y espíritu: la de la apariencia: el sufrimiento; y la de la realidad: la santidad.

La segunda de las parejas contradictorias que, fruto de su origen en el martirio, presentan las vidas de santos es la que enlaza lo extraordinario con lo cotidiano. Lo que se celebra en los mártires es que siendo seres corrientes y conocidos, seres próximos, tengan sin embargo un comportamiento excepcional que difícilmente se podría seguir. La proyección de estos rasgos sobre la hagiografía implica el juego permanente que a lo largo del relato ha de realizar el hagiógrafo conjugando en la figura y en la aventura de sus santos, aspectos de lo cotidiano y aspectos de lo sublime, en un proceso permanente de aproximación y de lejanía, como muy bien subraya el profesor Manuel Alvar quien ve en la sabia utilización de ese juego uno de los grandes valores poéticos de Berceo en sus hagiografías, aspectos que nosotros también consideramos esenciales por lo que nos aplicaremos a estudiarlos especialmente en el análisis individualizado de cada una de ellas.

Una vez analizado el modelo de mártir y sus pasiones como el origen embrionario del que parten los rasgos sustantivos de la hagiografía, pasemos a examinar los otros tres prototipos, que, sin duda, son mucho menos prolijos en influencias sobre el género.

 

 

12. EL MODELO DE SANTO COMO CONFESOR ACTIVO: DEFENSOR DE LOS FIELES Y FUNDADOR DE IGLESIAS

 

El paso del culto al santo mártir al culto al santo simplemente confesor, es decir al santo que da testimonio de la fe sin necesidad de inmolar su vida en el martirio, se produce una vez que la Iglesia se asienta como religión oficial y sus fieles ya no sufren persecuciones ni tienen por qué dar testimonio cruento y sacrificial de la fe. Es entonces cuando el propio desarrollo de la religión decanta un nuevo tipo de santo, un nuevo ejemplo de confirmación en la creencia, precisamente aquel que la nueva situación de crecimiento de la institución requiere: el santo líder. Aparecen entonces como santos aquellos fieles que han dado testimonio de su fe mediante su comportamiento con relación al rebaño creyente, siendo pastores ejemplares del mismo, es decir, defendiéndolo y acrecentándolo.

Este nuevo modelo de santidad sale a relucir, sin embargo, como el anterior del mártir en circunstancias adversas: cuando las invasiones bárbaras exigen que un hombre valeroso, caracterizado ante los fieles por su liderazgo, se ponga al frente de los suyos para defenderlos. En esos momentos de incertidumbre nadie mejor que los obispos, nos apunta el profesor Vauchez, que eran "los custodios de las reliquias y defensores de las ciudades pasen a ser las figuras centrales de la iglesia" y que, por tanto, una vez muertos, los fieles lo sitúen por su virtudes, su dedicación, su valentía en hacer frente al enemigo, y su testimonio permanente de la fe, en el lugar en el que anteriormente situaron a los mártires de cuyas reliquias y culto, estos dirigentes de la iglesia se habían erigido en patrocinadores y custodios. De modo y manera que si el mártir primitivo había sido considerado como patrón de la Iglesia a la que perteneciera, por haber sido confesor de la fe hasta inmolar su vida por ella, el nuevo prototipo de santo que lo sustituye es el del santo dirigente, el del santo líder de la fe y campeón del cristianismo, figura que encarnan los grandes dirigentes de la Iglesia, papas, obispos y abades, pastores que dan testimonio de su fe enfrentándose al poder civil, defendiendo de sus garras depredadoras los bienes materiales y espirituales de su rebaño, dando la cara por todo el cuerpo místico que tienen a su cargo, el del más allá de las reliquias de los mártires y el del más acá de sus fieles a los que no solo defienden del abuso de los poderosos, sino que también los redimen del cautiverio, mediante el rescate o mediante el milagro, cuando han tenido la desgracia de ser apresados por los enemigos.

Si el primer modelo de santo, el mártir, tiene a Cristo y su muerte como fuente de imitación, y de ahí su prestigio, su transcendencia y la influencia que sus pasiones tuvieron sobre le resto de santoral, este segundo, el de confesor dirigente asocia a su figura el prestigio de los apóstoles, que convivieron con Cristo y fueron promotores, administradores y defensores de los valores de su doctrina.

Este modelo de santo, que pronto adquirió gran prestigio en el occidente medieval, se avenía perfectamente con la idea medieval de que solo la ilustre cuna, el alto linaje y la riqueza puede proporcionar hombres grandes. De ahí que estos santos, a los que cataloga Vauchez como defensores del pueblo y fundadores de iglesias, tengan como rasgo esencial de su personalidad, además del liderazgo, la ilustre cuna.

Dentro de la producción hagiográfica de Berceo, la figura de Santo Domingo de Silos recoge perfectamente los rasgos caracterizadores del modelo de santo confesor líder pues las tres líneas que construyen la filigrana íntima de su personalidad poética y hacen mover a la trama en el relato son las siguientes: primero: la capacidad del santo para levantar y hacer prosperar monasterios, y, en este sentido no es extraño que se asegure, con toda la razón que una de las líneas temáticas vertebrales del relato de Berceo es la riqueza. Segundo, la defensa a ultranza del rebaño que le ha sido encomendado, liberándolo del poder depredador del rey García de Navarra, aun a costa de sufrir en sus carnes persecución y destierro. Tercero, la redención de cautivos, que es la que define su figura en la tradición folklórica popular comarcana, donde la virtud milagrosa por la que se lo venera es la de redimir cautivos. En cuanto a la noble cuna y al alto linaje, la crítica jamás había puesto en duda que Berceo, ciñéndose, como en los casos anteriores, al modelo prototípico de santo líder, destacara en la copla 7a de su hagiografía, el linaje noble Domingo donde se da cuenta de la ascendencia del santo, lo asociara a los Manso, casa de alto linaje y rancio abolengo en la Rioja, que, entre sus posesiones, contaba con el pueblo de Cañas, lugar donde nació el santo. Sin embargo, esto es considerado por Dutton en su edición crítica de la Vida de Santo Domingo deSilos, como malo y erróneo, pues entiende que lo correcto es leer mañas en lugar de Mansos. Para afirmar tal propuesta tiene que hacer una reestructuración sintáctica del verso para convertir lo que en principio es una determinación sintagmática: de linaje de Mansos hombre muy señalado, en una enumeración: de linaje, de mannas hombre muy señalado.

Aunque es de todos conocida la sabiduría, la dedicación y el entusiasmo con que Brian Dutton ha estudiado la obra de Berceo, en este caso concreto preferimos sumarnos a la mayoría de la crítica que sigue haciendo la lectura tradicional de Mansos que inaugurara en 1635 Fray Ambrosio Gómez en la biografía del santo que dedicó al arzobispo de Burgos, preclaro vástago de aquel linaje. Y la preferimos porque parece extraño que Berceo, que sigue hasta los más mínimos detalles el prototipo de santo líder para acomodar al mismo la vida de Santo Domingo en su hagiografía del santo, deje pasar por alto un rasgo tan peculiar y distintivo como es el del linaje ilustre, asunto que se aviene como anillo al dedo a la conformación natural del español donde detrás de un linaje y un de suele venir el nombre de tal linaje.

Una vez estudiados estos dos primeros modelos de santidad, los cuales podríamos decir que surgen de la misma rama, en diferente momento de su crecimiento, vamos a pasar a abordar los otros dos modelos, el del eremita y el de la virgen, que, curiosamente también parten de un mismo principio en la ideología primitiva cristiana que les da sentido y forma y que no es otro que la utilización que, para su propia valoración del hombre, hizo esta religión nueva del concepto de los bien nacidos, tan propio de la época de los antoninos.

 

 

13. LA CONTENCIÓN Y EL AUTODOMINIO DE "LOS BIEN NACIDOS" FUNDAMENTO DE LA SANTIDAD EREMÍTICA Y DE LA CASTIDAD CRISTIANA

 

Si el modelo de santidad del mártir y el del confesor líder tienen su asiento en la sabia asimilación que de los ritos y valores paganos hace el mundo cristiano, los dos modelos de los que ahora vamos a ocuparnos también se apoyan en el sistema de valores reinante en el periodo de los antoninos, un periodo fundamentalmente ciudadano en el que el hombre selecto, el bien nacido, no solo ha de ocupar el lugar más relevante por riqueza y familia en la consideración de sus conciudadanos, sino que ha de recibir una educación selecta que exhiba su condición de élite. Dentro de esta educación, uno de los rasgos más sobresalientes era la contención y el control en sus comportamientos sociales y así, comenta Peter Brown al estudiar el elitismo pagano de la Antigüedad tardía:

Las clases altas buscaban distinguirse de sus inferiores a través de una forma de cultura y de vida social cuyo mensaje más palpable era el de que no podía ser compartida por los demás [...] El estudiado control de la conducta era, casi tanto como el de la lengua, la señal que distinguía al bien nacido. Los rasgos de comportamiento que una persona considera irrelevantes -el cuidadoso control de los gestos, del movimiento de los ojos e incluso la misma respiración eran escrutados por los hombres de aquellos siglos como indicios de afortunada conformidad con las normas morales de las clases altas.

El modelo de contención y autodominio estaba muy prestigiado en esa época en la que el cristianismo se quiere abrir paso como la religión de los elegidos, así que para señalar la categoría moral y selecta de sus fieles, no tuvo que hacer sino proyectar los valores reinantes en la sociedad romana para establecer los modelos ideales de conducta cristiana. Ahora bien, para distinguirse de forma total y absoluta de estos bien nacidos paganos, los cristianos adoptaron dos medidas nuevas que hicieran inaccesible y por tanto admirable al creyente selecto frente al no creyente selecto. La primera consistió en intensificar la contención convirtiéndola en ascetismo. La segunda proyectar la contención y el autocontrol sobre dos aspectos, tan íntimamente sentidos como naturales por los paganos, que jamás se los hubieran propuesto como vía de perfección. Estos dos aspectos son la sociabilidad y el sexo.

La conjunción de todas estas medidas de continencia para señalarse como perfecto fue explotada, en primer lugar, en el mundo oriental, dando lugar a lo que se llamó el monaquismo oriental que centró su camino de perfección moral en la renuncia a la sociedad y a todos sus valores de comodidad corporal, para llevar una vida de absoluta entrega a Dios. Así, mientras el cristianismo de Occidente, acabadas las persecuciones, decantó, en la época posterior a Constantino, modelos de santos líderes, en el oriental aparecen, junto a los confesores de la fe como san Atanasio que luchó denodadamente contra la herejía de Arrio, otros nuevos modelos de confesión, los santos ascetas, que buscaban fuera del mundo la perfección mediante la renuncia al mismo. Los eremitas del desierto de Egipto, cuya hostilidad a todo contacto humano, a toda vida en sociedad, les lleva incluso a aislarse en columnas cuando el espacio horizontal se les queda pequeño, son ejemplo proverbial de esta línea de santidad que Berceo explota magistralmente en la Vida de San Millán de la Cogolla, haciendo plástica y sugestiva la trayectoria heroica del eremitismo, como veremos más adelante. Por su parte, la renuncia al sexo y a la sociabilidad, que articula la última y definitiva vía estructural de lo hagiográfico y que tiene en la virgen enclaustrada su figura paradigmática, adquiere en el Poema de Santa Oria berceano una extraordinaria actualización pastoral al trenzar de forma magistral todas las posibilidades que este formato hagiográfico propicia: la renuncia ascética que toda clausura implica (al sexo y a la sociabilidad), por un lado; y la idea esencial de Cluny de que el monasterio es una especie de antesala del cielo, antesala que intenta aproximar cielo y tierra mediante el ceremonial litúrgico. No olvidemos que la celda de Oria es un espacio ideal que conecta de forma regular la tierra con el cielo, pero no olvidemos tampoco que esa conexión se da en el relato de Berceo después de que la santita ha disfrutado de los gozos de la liturgia conventual.

 

 

 

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LA TRADICIÓN HAGIOGRÁFICA EN LAS CUATRO
VIDAS DE SANTOS DE GONZALO DE BERCEO

MARIA DE LOS REYES NIETO PÉREZ
Universidad
de Las Palmas de Gran Canaria

 

 

PHILOLOGICA CANARIENSIA 10-11 (2004-2005), ISSN: 1136-3169. pp. 395-420