El entorno histórico-cultural de los berones.

 

Existen pocas zonas tan interesantes como La Rioja -y, en general, el valle medio y alto del Ebro- para abordar los problemas de la formación de los primeros pueblos históricos de la España Antigua, pocas regiones en las que los procesos de contacto cultural plantean unos problemas más interesantes para los historiadores de la Antigüedad. Esto se debe a que la situación geográfica de los territorios que hoy forman La Rioja hizo de ellos una frontera por antonomasia entre pueblos étnica y lingüísticamente distintos.

a) Las fuentes escritas: trascendencia y carácter de su información. Como es sabido, no puede hablarse de pueblos históricos en el pleno sentido del término antes de la aparición de fuentes escritas. Ahora bien, ese elemento de objetivación social que es la escritura aparece en una época relativamente tardía en el ámbito que nos ocupa. De hecho, constituye el resultado quizás más espectacular de la romanización. Efectivamente, la presencia romana en la Península Ibérica se plasmará no sólo en las primeras noticias de autores griegos o latinos sobre los pueblos indígenas, sino que estimulará también la utilización por parte de éstos de una escritura -utilizando el signario llamado ibérico- para dar cuenta de sus propias realidades sociales, ellas mismas aceleradas por la presencia de la potencia conquistadora; los letreros de las cecas monetales o los textos de las téseras de hospitalidad, en lengua indígena y en escritura ibérica o latina, reflejan bien esa información «interna» de las sociedades indígenas, que podemos contrastar con las noticias de las fuentes grecolatinas.

Dos tipos, pues, distintos de información -la propia y la debida a terceros- que son producto esencial de la presencia romana en el valle medio y alto del Ebro desde los inicios del s.II a.C. Pero, con ser enormemente útiles los datos de los escritores grecolatinos, presentan una doble característica que limita el propio contenido de la información: por un lado, dichos autores cubren los elementos esenciales de la conquista romana, pero rara vez contienen informaciones medianamente detalladas sobre sus formas de vida, y cuando lo hacen, la visión que nos dan aparece sesgada y parcial izada desde la óptica romana, en una contraposición entre la civilización propia y la barbarie ajena que, en realidad, constituye el núcleo mismo de la antropología grecolatina. Por otro lado, estos autores escriben en una época relativamente tardía (Estrabón o Livio en la época augustea, Plinio en el s. I, Ptolomeo en el s. II), aunque aprovechan la información desaparecida de autores anteriores como Posidonio, que probablemente visitó Hispania y la Galia a comienzos del s. I a.C.

Los escritores clásicos identifican a una serie de agrupaciones humanas con entidad territorial y las definen con términos diversos: ethnos, gens, populus, tribus ... En algunos casos, aluden a agrupaciones superiores a las que cabe calificar de «grupos étnicos»: es el caso de los berones. Ahora bien, ¿qué sentido hay que dar a dichos grupos étnicos?

Una etnia, de acuerdo con la acertada formulación de Dragadze, puede definirse como un firme agregado de personas establecidas históricamente en un determinado territorio, con particularidades relativamente estables en lengua y cultura, que reconoce su unidad y diferenciación de otras formaciones similares y las expresa en un nombre que se da a sí misma (lo que se llama el etnónimo). A este respecto, interesa subrayar dos hechos: el primero es que carecemos de fuentes literarias o epigráficas lo suficientemente antiguas como para documentar el proceso formativo de tales etnias en el valle del Ebro (y en la España antigua en general). El segundo es que no es lo mismo la etnia que la lengua, la organización política, la religión o la cultura material. Es decir, que la etnicidad es cuestión de grados y puede manifestarse en más de un nivel.

Veamos, a partir de estas consideraciones, los elementos esenciales de los pueblos indígenas en los tiempos inmediatamente anteriores a la conquista y en los primeros de la romanización.

b) Los berones y su consideración en el contexto céltico regional. De todos los pobladores prerromanos de los territorios de La Rioja, los berones son sin duda los más representativos. Su nombre fue explicado por Humboldt como "hombres armados», sobre un radical i.e. *gweru que pasó al bretón y al cimbrio en la forma ber-, «pica, lanza» (término que aparece en el galés). De atender a dicha etimología, estaríamos ante un pueblo eminentemente guerrero, que algún autor relaciona hipotéticamente con el horizonte de los "principados» hallstátticos de la I Edad del Hierro. Con el radical se relaciona un interesante teónimo aparecido en un ara portuguesa de Vila Nova de Mares, en la región de Braga (Candeberonius), correspondiente a una divinidad de probable culto en las alturas (parece indicarlo el elemento *kand-, "brillar», presente en el lupiter Candamius, Candiedo de la zona galaico-astur), así como topónimos diversos, como Berone en Francia y Verona en el norte de Italia. Una cosa parece clara: el celtismo de los berones, atestiguado por Estrabón (3,4,5).

En la edición latina de Casaubonus, del s. XVI, se indicaba asimismo que "los berones usaban el traje de los galos», pero la crítica es prácticamente unánime en la consideración de su carácter espúreo, lo que también sucedería con otra información contenida en el Bellum Alexandrinum (53,51,5), según la cual los berones iban armados con arcos (a propósito de la defensa que hacen del gobernador romano Casio Longino).

De ningún modo se puede deducir de la cita de Estrabón, como hiciera Hübner, que los berones formaran parte de los celtíberos, independientemente de los rasgos comunes en la cultura material. Es posible que en un primer momento los autores grecolatinos pudieran haberse referido también a los berones como "celtíberos» (tomando este término, en sentido geográfico, como "celtas de Iberia»); pero está claro que tras la obra de Posidonio -comienzos del s. I a.C.-, y desde luego en la época augustea en la que escribe Estrabón -que se basó sin duda en el autor anterior-, el término de "celtíberos» se ha concretado ya y se aplica a unos pueblos específicos, como los pelendones, los arévacos, los belos o los lusones del Moncayo. Poco sentido tienen, por otro lado, los intentos de encuadrar a los berones en el marco de unos pueblos "paleovascos» localizados en La Rioja con anterioridad a la presencia de los celtas, pues parece fuera de toda duda que la toponimia vascuence en tierras riojanas se debe a tiempos mucho más recientes que los que estamos tratando, según ha señalado, entre otros, Emilio Alarcos.

Garantizado, pues, el carácter céltico de los berones, es más difícil fijar el horizonte cronológico de la emigración aludida por el geógrafo griego.

El conjunto de las informaciones de que disponemos coinciden en asignar a los berones tres ciudades más importantes, Vareia, Tritium y Libia (Fig. 7). Para la primera, tenemos constancia de una ceca monetal con el título de Uaŕakoś, así como los testimonios de Estrabón, Livio, Plinio y Ptolomeo. La mención de Livio, al calificar a la ciudad de urbs ualidissima, señala su importancia, aunque no pueda asegurarse que fuera la capital de los berones. La etimología del topónimo parece claramente céltica, sobre un radical var- que genera antropónimos tanto en Hispania como fuera de ella.

Tradicionalmente se ha identificado la Vareia berona con la romana, por lo que se la localizaba en la actual Varea. Sin embargo, se han planteado más que serias dudas al respecto -ante la inexistencia de restos indígenas en Varea-, e indicado, la probabilidad de que la Vareia indígena se localizara en el vecino yacimiento de La Custodia, en Viana (Navarra).

Sobre Tritium tenemos información de Ptolomeo (Trition Metallon). La menciona también el Itinerario de Antonino. El segundo elemento se ha interpretado como referencia a la abundancia de metal en la zona, pero la aparición de dos epígrafes en Tarragona y Sagunto, con la mención de Tritium Magallum, soluciona la cuestión y ratifica el carácter céltico del nombre. El primer elemento es un adjetivo derivado del ordinal tr-tyo, "tres», que da lugar al antropónimo Trittius, muy frecuente en el occidente de la Península y en zonas de la Céltica europea, así como a otras tres ciudades en los territorios de várdulos y autrigones. En cuanto a Magallum, podría interpretarse como compuesto por un prefijo aumentativo ma- y el término gallum («Tritium muy galo»). Una explicación alternativa sobre un radical mag-, muy frecuente en céltico, tampoco sería de desechar. Pero me inclino por la primera, y creo que este topónimo ilustra de forma más que interesante la presencia de galos en el valle alto y medio del Ebro (como Gallur, Magallón, el pagus Gallorum -«aldea de Galos»- mencionado en un bronce de reciente aparición o el propio río Gállego Gallicus-). Todo ello conviene perfectamente a la mención de la ceca indígena, Titiakoś, que presenta la mención de los pobladores en nominativo plural y en una desinencia típicamente celtibérica, sobre una forma original Tritiakos, como ha señalado M. Lejeune. La localización de esta ciudad en Tricio es problemática, mientras que tendría más visos de probabilidad su reducción al yacimiento berón de los Bañales, entre Baños y Bobadilla, tal y como se apunta en otro lugar de esta obra 1.

Estela discoidea de Torremontalbo

La tercera de las ciudades beronas es Libia, que aparece mencionada en dos téseras de hospitalidad, en Plinio, Ptolomeo y el Itinerario de Antonino, sin contar con textos más tardíos que nos afectan menos. Aunque ha dejado el topónimo actual de Leiva, en la orilla izquierda del río Tirón, los hallazgos arqueológicos realizados aseguran su localización en Herramélluri. La existencia de una ceca indígena con el nombre de Libiakoś, sobre la base de una sola moneda considerada falsa por la mayor parte de los numísmatas, no es tomada en consideración.

Beltrán ha ubicado otras cuatro cecas indígenas en territorio berón. La primera lleva el rótulo Uarkas y se ha localizado en el río Vargas, afluente del Leza. Metuainum, en el río Mediano o bien en Villamediana de Iregua, y Letaisama quizás se relacione con Ledesma de la Cogolla, en un afluente del Najerilla. El carácter céltico de estos dos últimos nombres es evidente. Como lo es también el de la ceca de Sekisanoś, sobre el radical segh-, «victoria», localizada en Canales de la Sierra a partir de un documento medieval de Valvanera que alude a una «Segeda, ciudad antigua desierta»; se trataría de una ciudad homónima de la Segeda capital de los belos de la Celtiberia Citerior, y, en cualquier caso, parece más probable la ubicación de la ceca en la ciudad autrigona de Segisamunculum.

En la actualidad podemos indicar con relativa precisión los límites entre los berones y los demás pueblos asentados en la zona e, incluso, algunas de las variaciones ocurridas en los siglos inmediatamente anteriores al cambio de Era. Para ello contamos con informaciones de los textos literarios, de la arqueología y de los testimonios lingüísticos.

El límite septentrional de los berones afecta a sus confines con los várdulos, sus vecinos, según Estrabón, que ocupaban buena parte de Álava y Guipúzcoa y llegarían, en la opinión de Taracena, hasta el curso mismo del Ebro. Es muy posible, sin embargo, que el río no constituyera un obstáculo para la extensión de los berones hasta la vecina Sierra de Cantabria.

De hecho la misma facies cultural se da en los yacimientos de la margen izquierda del río (La Hoya -Laguardia, Alava-, Monte Cantabria -Logroño-, La Custodia -Viana, Navarra-).

En lo que respecta al límite occidental, Estrabón sitúa a los berones como vecinos de los cántabros coniscos, mientras que Ptolomeo, en el s. II, señala a los autrigones al oeste de los berones. La explicación de esta discrepancia fue ya dada por Sánchez Albornoz. Efectivamente, dicho pueblo cántabro ocuparía la parte noroccidental de La Rioja hasta el Ebro; el actual orónimo de la Sierra de Cantabria constituiría un indicio de tal estado de cosas, y Albertos ha señalado la mayor vinculación de la onomástica de esa parte de La Rioja Alta con la región cántabra que con la Celtiberia. Con posterioridad a las Guerras Cántabras (29-19 a.C.) se produciría un cambio en el poblamiento, inducido probablemente por Roma y negativo para los coniscos, cuyas tierras serían ocupadas por los autrigones, de cuya expansión hacia el norte costero se ha hecho eco Solana; el resultado de estos cambios se plasmaría en Ptolomeo.

De otro testimonio de Estrabón evidenciamos la localización de los berones al norte de los celtíberos, y Ptolomeo añadía que los arévacos estaban al sur de los pelendones y los berones. Parece correcta la interpretación de Taracena, para quien los arévacos se expanderían desde la Meseta hacia las sierras del Sistema Ibérico en detrimento de los pelendones; en cualquier caso, los berones se localizarían al norte de los pelendones, y éstos de los arévacos.

La movilidad que señalábamos para la frontera occidental se deduce también en sus límites orientales. Las informaciones referidas a la conquista romana mencionan la presencia de celtíberos en torno a la ciudad de Calagurris, mientras en Estrabón y en Ptolomeo aparece como perteneciente a los vascones, y su nombre se ha interpretado como prueba del carácter vascónico. Por otra parte, el nombre de la ceca monetal, Kalakoŕikos, presenta una clara flexión celtibérica. La solución creo que pasa su consideración como una zona híbrida, con una población de substrato vascón en la que los elementos «célticos» habían arraigado intensamente y desde hacía tiempo en el momento en que se produce la conquista romana.

 

 

La sociedad indígena.

 

En el libro III de su Geografía, Estrabón, siguiendo unos esquemas característicos de la antropología grecolatina bien analizados por Thollard, plantea una polaridad cultural entre el mundo bárbaro (inicialmente, el mundo no griego: de ahí su consideración como no civilizado) y el mundo civilizado. Caracterizarían al primero unos espacios montañosos y alejados del Mediterráneo, una organización social escasamente desarrollada y basada en aldeas, una dedicación a la guerra y la rapiña, una vida no sujeta a normas o un temperamento belicoso, temerario, irreflexivo y tosco.

A partir de estas perspectivas, la expansión de Roma se entiende como el avance de la luz civilizadora sobre el penumbroso horizonte de la barbarie indígena. La costumbre, aludida por el autor, que tenían los pueblos del Norte de la Península de lavarse los dientes con orines constituye un elemento tópico de esa visión dicotómica de la realidad, que otros autores, como el poeta Catulo, aplican a los celtíberos en estos mismos extremos. A partir de éstas y otras informaciones similares, la historiografía tradicional ha dado una visión «primitivista» de las sociedades indígenas afectadas por la presencia de Roma según la cual no habrían sobrepasado el horizonte de la organización tribal. Sin embargo, el complejo de las evidencias a nuestro alcance hacen obsoleta tal visión.

a) Una formación arcaica en estadio transicional. Una más atenta y crítica lectura de las fuentes literarias y, sobre todo, los aportes de la arqueología y la epigrafía en los últimos años conducen a una conclusión clara al respecto de los pueblos localizados en el espacio geográfico de lo que hoy es La Rioja: se trataba de gentes que, en el momento en que poseemos la información escrita, se encontraban en un estadio de transición entre lo que, siguiendo la terminología de los antropólogos, se denomina sociedades jerárquicas y estratificadas (Fried). O bien -en el esquema de Service- entre las sociedades de jefatura (con sistemas jerárquicos y diferencias de rango que constituyen el principal mecanismo de integración social, un estatus individualizado del jefe, que cumple un importante papel en la redistribución de bienes y puede expresar su autoridad en una serie de normas suntuarias, y especialización de la producción artesanal y de los recursos subsistenciales) y las organizaciones estatales (con una organización política -centrada en asentamientos urbanos- bien desarrollada que define y monopoliza el uso de la fuerza, y con unos patrones claros de diferenciación social y económica).

Naturalmente, esa evolución social de los pueblos indígenas fue decididamente impulsada por la propia presencia de Roma, pero la transición hacia el modo de vida estatal y urbano puede decirse que se había iniciado ya antes en el Valle del Ebro, como consecuencia de la recepción de las influencias culturales mediterráneas desde los siglos V y IV a.C. a través del ámbito ibérico. Eso hizo que la zona de la Celtiberia y sus aledaños -como La Rioja- se constituyeran en una zona fronteriza entre el mundo mediterráneo ibérico y el interior del resto de la Céltica hispana. El propio Estrabón es consciente de que el grado de desarrollo de estas zonas presentaba un estadio intermedio entre esos dos ámbitos, que representaban a sus ojos los horizontes de la vida salvaje, centrada en aldeas, y la civilizada, definida por la ciudad.

Las primeras sociedades históricas de los territorios de La Rioja actual se hallaban, por tanto, a la llegada de Roma, en una clara transición desde formas menos evolucionadas hacia el horizonte estatal, entendido en el sentido de la polis, es decir, del estado-ciudad que tiene un núcleo urbano con un territorio de explotación circundante. Ese nivel urbano no se expresa sólo en el tamaño del hábitat o en su suficiencia defensiva, sino en la planificación, la centralización de los recursos, la especialización socio-económica y, sobre todo, en la concepción de la ciudad como un elemento «político» soberano y autónomo en sí mismo, con instituciones representativas y un dominio de lo público que se define por la relación entre los individuos y éstas, y ya no por los vínculos de parentesco o la relación entre clanes.

La acuñación de moneda por parte de las ciudades indígenas entre los ss. II y I a.C., aunque se trate de un elemento favorecido y tolerado por Roma, es uno de los indicadores de la consecución de ese nivel estatal o urbano, en lo que supone de expresión de una autonomía política. Las ciudades acuñan moneda siguiendo el patrón romano, con rótulos que presentan el nombre de los pobladores en nominativo plural (con una desinencia típicamente celtibérica).

Las fuentes aluden -a propósito de la Celtiberia en general- a la existencia de instituciones políticas asimiladas a las características de las ciudades-estado mediterráneas: es decir, que en el mundo indígena existirían magistrados, senados -o consejos de ancianos- y asambleas de ciudadanos. En definitiva, unos medios ideológicos, jurídicos (y también religiosos) que sirven para asegurar la coherencia y justifican la jerarquización social. Sin que, por el momento, podamos concretar más.

Esto último es válido igualmente en el terreno de lo económico. La dicotomía señalada por las fuentes para el ámbito vascón entre un ager fundamentalmente agrícola y un saltus esencialmente ganadero parece verse confirmada en los yacimientos de La Rioja: una polaridad económica que coincide con la cubeta del Ebro y con las estribaciones montañosas del Sistema Ibérico, respectivamente, donde la romanización incidirá en desigual grado de intensidad. Pero en el saltus montañoso las actividades minero-metalúrgicas serían, asimismo, importantes en algunos puntos. Es conocida la riqueza férrica de la zona del Moncayo, y esta actividad económica parece deducirse de representaciones como una estela dedicada a M. Flavius Paesurus procedente de El Rasillo, que exhibe un yunque y tenazas.

b) La guerra y la hospitalidad. Lo que sabemos de los autores clásicos y de las fuentes arqueológicas apunta a la importancia de la guerra -como fenómeno con fundamentos sociales y religiosos-. Esto se traduce en la importancia de dos instituciones que conocemos relativamente a través de los textos literarios y epigráficos: la clientela militar y los pactos de hospitalidad.

La primera es característica de unas formaciones sociales en las que las relaciones bélicas juegan un papel significativo, y diversos autores grecolatinos se hacen eco, por ejemplo, de la tradicional adhesión que la causa sertoriana provocaba entre los celtíberos. Algunos autores han visto en el frecuente antropónimo Ambatus -muy común en la Céltica hispana, aunque no se de específicamente en La Rioja- una expresión onomástica de la clientela militar.

Esa clientela se proyecta en la institución de la deuotio, característica de los celtíberos y, en general, de pueblos indoeuropeos. Supone una versión magnificada, sobre bases religiosas, de la clientela militar, según la cual se establece en lazo indisoluble entre el jefe y los guerreros. Estos (los «devotos» o «soldurios», que es como son llamados en el ámbito galogermánico) llegan incluso a consagrar su vida a los dioses con la promesa de seguir a sus jefes hasta la muerte, en lo que supone una devoción escatológica hacia el caudillo tanto en la fortuna como en la derrota.

Las fuentes destacan una serie de rasgos entre los pueblos celtíberos (la presteza al duelo y al combate gladiatorio, la calidad de su armamento, con el que el guerrero se une de forma indisoluble, su temeridad en el combate ... ) que se inscriben en una antropología del honor que conocemos bien para la Céltica europea en general.

Una institución social característica es el pacto de hospitalidad, que expresa epigráficamente los intentos por asegurar esa movilidad espacial a que antes se hacía referencia, en un mundo marcado por la inseguridad y la guerra. La conclusión de pactos se realizaba a través de téseras de bronce o de plata de formas diversas (mano derecha, zoomorfas -jabalí, delfín, caballo, toro, pez- o geométricas). Existían en cada caso dos documentos idénticos y superponibles, conservados por cada una de las dos partes implicadas en el pacto. Si bien este uso epigráfico es grecorromano, no cabe duda de que refleja una institución característica de los pueblos indígenas de raigambre céltica. Diodoro de Sicilia se hace eco, por ejemplo, de la proverbial hospitalidad de los celtíberos para con los extranjeros, en una costumbre indoeuropea de la que tenemos noticias para ámbitos diversos de la Céltica europea. Hasta el momento han salido a la luz una larga veintena de téseras, la mayor parte en lengua celtibérica y escritura ibérica (aunque hay algunas en lengua latina). De las dos partes firmantes del pacto (un individuo, un grupo familiar o una ciudad), los ejemplares mencionan normalmente sólo a una; y, en ocasiones, se mencionan los términos ko-tika ka-(uo), que los lingüistas traducen sin problemas como «pacto de hospitalidad».

Libia aparece mencionada en un ejemplar hipomorfo hallado en Villavieja (Cuenca), con el texto libiaka/ko-tika ka- (es decir, «tésera de hospitalidad de Libia»), guardado allí, sin duda, por el individuo o el grupo que firmara el pacto con los libienses.

c) La organización familiar. Precisamente en La Custodia de Viana han aparecido una serie de téseras de gran interés, con una estructura más arcaica que otros ejemplares similares de la Celtiberia -como el famoso bronce de Luzaga-, del s. II a.C. Son muy importantes porque testimonian en el ámbito berón el uso de la lengua celtibérica y, a través de los gentilicios, una estructura familiar idéntica a la de otras zonas de la Céltica hispana. Se trata de la consignación, en genitivo plural, del grupo familiar o gentilicio. Dicho nombre se forma sobre un antropónimo individual, al que suele añadirse el sufijo -ko- en alguna de sus variantes (Aius/Aiancum); y, puesto que se acompaña en muchos casos a la filiación, debe referirse a un grupo familiar más extenso que el compuesto meramente por padres e hijos.

 

Además de los casos de Viana, la epigrafía da a conocer otros tres gentilicios en el ámbito riojano. Un individuo de los Calaedico(n) aparece como dedicante de un ara a Silvano en Nieva de Cameros; otro personaje, de nombre ya romano (Gaius Ant(onius) -o Ant(istius)- Paternus) indica su pertenencia al grupo de los Aviliocos (gentilicio relacionable con los Abilicos atestiguados en Asturias) en una inscripción de Canales de la Sierra; y una lápida de Munilla contiene la probable alusión a otro grupo gentilicio, el de los Caericiocos.

Algunos autores han aludido a una «organización gentilicia» como característica de estos pueblos (en el sentido de que el vínculo de parentesco sería el elemento ordenador de lo social), en una perspectiva «primitivista». Sin embargo como sería el caso de La Custodia de Viana-, la expresión de esos grupos familiares surge a veces en ámbitos claramente urbanos. Ello, unido a la escasa repetición de los mismos, implica más bien la expresión en el terreno onomástica de unos grupos familiares que siguen siendo una célula básica en sociedades que, como las diversas evidencias muestran, están organizadas en torno a las relaciones políticas de la ciudad-estado.

 

 

Persistencias indígenas en época romana.

 

a) Romanización e indigenismo. Los límites de la romanización. La visión historiográfica tradicional ha tendido, en parte al menos, a considerar el fenómeno romanizador, sin duda el proceso de contacto cultural más importante que afecta a la Península en la Antigüedad, como un mecanismo a través del cual se llevaba a cabo la incorporación de las sociedades indígenas prerromanas a las pautas de la cultura romana. Ello, con ser cierto en parte también, tendía a reflejar de una manera inconsciente el planteamiento de los autores clásicos grecolatinos, para quienes la romanización implicaba la civilización de los modos de vida bárbaros que caracterizaban a aquellos pueblos. Hoy, sin discutir el incontestablemente mayor grado de desarrollo de las civilizaciones mediterráneas, tiende a matizarse algo más el concepto. El propio uso que el historiador hace del término «romanización» no deja de ser delicado, pues con él se define, a la vez, a una política consciente por parte de Roma, a un proceso en curso de desarrollo y también al estado en que se encuentra en un momento dado un territorio afectado por la influencia romana. Hoy ya no se piensa en términos de substitución de unos módulos culturales por otros, y se tiende a dar cada vez más importancia a elementos matizadores, a los factores que condicionan el proceso en los diversos espacios y tiempos en que éste se desarrolla. Ese proceso romanizador actúa esencialmente en un nivel local y las interpretaciones generales no pueden obviar la complejidad de las variaciones regionales existentes. La persistencia de elementos indígenas es, como vamos a ver en el espacio concreto de los berones, más importante de lo que a veces se hubiera podido suponer.

 

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La intensidad de la romanización depende de factores múltiples en los que no podemos entrar aquí. Baste decir que dependió en buena medida de las influencias culturales mediterráneas previas a la romanización ocurridas en la periferia del mundo grecolatino (por ejemplo, esas influencias favorecedoras de la penetración de los módulos de vida romanos se acusan mucho más intensamente en los ámbitos del sur y del Levante peninsular).

Sería conveniente distinguir además, entre la «superestructura» (lengua, administración, ley y sistemas monetarios, etc.) y la «infraestructura» (trabajo de los campos, actividades con el ganado, construcción de granjas, técnicas de forja, etc.) de la romanización. Se trataría de saber si las dos estructuras evolucionan armónicamente o si se produce un desarrollo desigual, siendo más obvios, como parece, los cambios en la primera de ellas.

Otro punto de común acuerdo entre los historiadores actuales es el papel jugado por las élites locales indígenas en la romanización. Roma permitió a las ciudades indígenas un gran autogobierno dentro de límites establecidos. De ahí el interés de Roma en animar a las aristocracias locales a identificar sus intereses con los de Roma (a través de lo que Badian llamara las «clientelas extranjeras»). Como ha indicado Millett, Roma estableció un acuerdo con las élites indígenas, mediante el cual les daba a éstas poder para gobernar dentro de unos principios romanos. La posición de esas aristocracias indígenas quedaba reforzada en el interior de sus sociedades al identificarse con el poder externo y la fuerza de Roma, cuyos símbolos ostentaban. Y la emulación progresiva de ese simbolismo a lo largo de la escala social actuaría como motor de la romanización.

La intensidad de la romanización fue mayor en los ámbitos urbanos. En las ciudades tenía su asiento la administración romana, en ella vivían los notables, y es en ese marco urbano donde se desarrolló la lengua latina y un sistema de educación, de representaciones religiosas, arquitectónicas o artísticas en general que reflejaba la civilización romana.

Muy diversos autores han evaluado factores varios a la hora de matizar el impacto de Roma sobre las tradiciones culturales indígenas: la distancia y la accesibilidad de Roma, la situación en función de las vías de comunicación, la proximidad del ejército, la extensión de la emigración desde Italia son algunos a los que hay que tener en cuenta. Pero incluso en los ámbitos urbanos la romanización tuvo sus límites. Por Ulpiano sabemos que la lengua céltica podía admitirse en el procedimiento civil romano (Dig. 32,11 pref.)

Pero donde más se acusan los límites de la romanización es en el campo. Como indican Saller y Garnsey, los campesinos entraron en contacto con las influencias romanas a través de los impuestos, las conscripciones, el dinero, los cultos, los mercados rurales, las estaciones aduaneras, los soldados y civiles itinerantes. Pero en general su apego a las costumbres y las lenguas vernáculas permaneció firme: Tácito indica, por ejemplo, que un campesino de Tiermes se expresa en el año 25 d.C. sermone patrio, es decir en su lengua indígena.

Las perduración de los elementos culturales indígenas en plena época romana imperial se manifiesta en horizontes diversos. El más característico es el de las creencias religiosas.

Detengámonos ahora en el de la onomástica, que proporciona datos de interés indudable. La expresión de gentilicios se da en los casos mencionados más arriba, y si bien los de Canales de la Sierra, Munilla y Nieva de Cameros se insertan en un ámbito rural del saltus montañoso, que no fue afectado decisivamente por la romanización, los ejemplos de La Custodia de Viana muestran a las claras cómo la persistencia de la consignación del grupo familiar en la onomástica tiene lugar en ámbito específicamente urbano.

Un ejemplo de la perduración de las formas de vida tradicionales lo constituye un grupo de 18 inscripciones sorianoriojanas de fines del s. I o comienzos del II d.C. 2 Centradas en el Campo de Yanguas, cubren las cuencas de los ríos Leza, Jubera, Cidacos y Linares y serían un buen exponente de unas formas tradicionales de vida típicas de un ámbito montañoso alejado de las grandes vías de comunicación en torno a las cuales se desarrolla más intensamente la romanización. La mayoría de los nombres consignados son latinos, lo cual se explica como una evidencia de la dependencia administrativa y económica de la zona respecto de Calagurris (pues los nombres en cuestión apuntan hacia las principales familias de esta ciudad). Más significativos son los tres nombres prerromanos que aparecen (Lesuridantar, Arancisis y Agirsenus), que se inscriben claramente en el ámbito lingüístico ibérico -contra un celtiberismo que sería de esperar por la situación geográfica de los hallazgos-. La iconografía y la técnica que exhiben las estelas de esta zona traducen bien el ambiente ganadero de unas gentes que seguirán viviendo en castros hasta el final del Imperio Romano. La epigrafía atestigua la persistencia de la onomástica personal indígena en plena época imperial y, con la excepción de los tres nombres ibéricos mencionados, esa onomástica es de carácter indoeuropeo y, más concretamente, céltico.

b) La religiosidad indígena. Lo esencial que sabemos del horizonte religioso de los berones y los pueblos limítrofes nos ha llegado a través de fuentes literarias, epigráficas o iconográficas dentro del contexto de la romanización. De ahí la oportunidad de tratar las creencias religiosas «prerromanas» como persistencias de la ideología religiosa indígena en época romana. Pues la romanización, en cuanto que proceso de contacto cultural, sirvió, paradójicamente, para que esa ideología tradicional encontrara unos medios para expresar -al menos de forma más completa- su contenido a través de una escritura y de unos documentos antes inexistentes.

Ahora bien, ello plantea el problema del desciframiento de ese código expresivo. Se trata de acceder a las creencias indígenas a través de un vehículo expresivo de la romanidad, y ello plantea un doble problema de interpretatio; es decir, de la asimilación no solamente romana (del mecanismo de traducción de conceptos de la alteridad a los esquemas de la romanidad) sino también indígena (cómo se selecciona por parte de las sociedades indígenas un código ajeno para expresar unas realidades tradicionales propias, en sí mismas sometidas en diverso grado a transformación). En época romana contamos ya con textos escritos, pero también con imágenes cuyo intento de explicación debe hacerse siempre sobre una base de prudencia extrema en el caso de que, como sucede muchas veces, tengan carácter simbólico (que reflejen, en un proceso de mediación, una realidad, idea o creencia de base a la que es muy difícil acceder de forma directa de no existir la complementación del texto escrito).

El universo imaginario de los berones y los otros pueblos de la zona, aunque reflejando la recepción de las influencias mediterráneas a través del ámbito ibérico, manifiesta claramente el entronque con el horizonte de los celtas. A Estrabón debemos una de las escasas noticias literarias sobre las creencias religiosas indígenas. Dice el geógrafo griego que los celtíberos y sus vecinos del Norte (entre los que habría que contar indudablemente a los berones) daban culto a una divinidad innominada, en honor de la cual danzaban a la puerta de sus casas hasta el amanecer en las noches de plenilunio (Strab. 3,4,16). Tradicionalmente se ha interpretado la noticia como evidencia de un culto a la luna (y, efectivamente, el creciente lunar es un elemento característico de la decoración en las estelas funerarias del Norte de la Península). En un trabajo sobre la religión de los celtíberos interpretábamos, sin embargo, el texto estraboniano como referencia a una divinidad parangonable a aquella (»interpretada» con el Dis Pater latino por Julio César) de la que los galos se reconocían descendientes, cuyos caracteres se encuentran a su vez en el Dagda de la epopeya irlandesa, el Padre de todo y el dios de los druidas que, como el aludido por Estrabón, carece de nombre.

Pero es la epigrafía de época romana la que nos ha dado los nombres de las divinidades indígenas, que entroncan claramente con las creencias de los celtas continentales (Fig. 8). Tal es el caso del dios Dercetius atestiguado en un ara de San Millán de la Cogolla, sobre un radical i.e. derk-, «mirar» (significaría, pues, «El Visible» o «El que todo lo ve»), que persistiría hasta el s. VII en el monte Dercetius al que, según Braulio de Zaragoza, se retiró San Millán; se trataría de una deidad solar asentada en una montaña que habría que identificar con el Monte de San Lorenzo o con la Sierra de la Demanda. Su carácter y función no distarían mucho de los de Tullonius, al que se dedica un ara en el Castillo de Henayo (Labastida, Alava), y cuyo nombre -presente en la antigua Tullonium, junto a Alegría- ha quedado en el orónimo actual de Sierra de Toloño, que domina el Ebro (una divinidad Tullinos aparece consignada en la Galia Cisalpina). Digamos, de paso, que los montes, como determinadas fuentes o ríos, o diversos tipos de animales, son elementos a través de los cuales se manifiesta la divinidad: no cabe, así, hablar con propiedad de culto a los montes, al toro, al caballo, a los bosques, etc., en un horizonte religioso en el que se ha producido ya, como refleja la epigrafía, un proceso de la individuación de lo divino claramente visible en los teónimos.

Las Matres Useae veneradas en Canales de la Sierra por un individuo con tria nomina pero del que se hace constar su grupo familiar de los Aviliocos- y en Laguardia (Álava) atestiguan el culto entre la población de las diosas que mejor expresan en el mundo céltico (normalmente a través de representaciones trinitarias) la fertilidad de la tierra y de las aguas. Estas diosas, atestiguadas por regiones muy amplias de la Céltica europea, tienen en la hispana su evidencia más intensa en la Celtiberia. El epíteto Useae ha sido explicado por Albertos a partir del radical céltico uet-, «año», como «las Madres del año», o «las Venerables».

De Mercurio (es decir, de la deidad indígena identificada con el dios romano de tal nombre) han aparecido tres aras, en Agoncillo y Murillo del río Leza. La que más interesa es la dedicada a Mercurius Visuceus, epíteto muy documentado en la margen izquierda del alto Rhin y de cuyo celtismo no puede dudarse. Se ha visto en el Mercurio galorromano una interpretación del dios pan céltico Lugus (el Lug de las fuentes irlandesas), deidad de carácter solar cuyo culto se atestigua en la España indoeuropea en dos zonas, la Celtiberia y el Noroeste. Otra divinidad indígena es Obiona venerada en una lápida de Estollo por un Segontius de típica onomástica celta: el teónimo ha sido relacionado sin bases firmes con Epona, la diosa céltica de los caballos, o con la acuática Devonna; una Obana aparece en la colonia romana de Celsa (Velilla de Ebro) y un Obioni viene consignado en una inscripción de la Narbonense, en el Sur de Francia.

Tenemos diversas evidencias de la existencia de cultos acuáticos, tan omnipresentes en la Céltica antigua. Una lápida de El Rasillo se consagra a Caldus Uledicus. Su primer elemento sugiere la naturaleza minero-medicinal del dios, a pesar de la ausencia de contexto termal en el entorno, y no parece que una interpretación reciente del epíteto como Medicus sea probable a la vista de los caracteres paleográficos (Dupré y Peréx). En Cabriana (Alava) aparecieron sendas lápidas dedicadas a Varna y Vuarna, deidades de carácter acuático, y en las inmediaciones apareció otra inscripción dedicada a Leucina, con lo que estamos ante una asociación entre deidades acuáticas y lucíferas bastante característica, y que ejemplificaría bien el Apolo galorromano. Incluso la toponimia actual es ilustrativa al respecto. El nombre de Arnedillo, donde existe actualmente un balneario, derivaría, según Albertos, del radical  i.e. Var/Vari*, «agua, lluvia».

En Cervera del Río Alhama se halló una inscripción, hoy desaparecida, dedicada a los Lares Viales. Se trata de divinidades protectoras de los caminos y los viandantes, con un culto centrado de forma casi exclusiva en el Noroeste de la Península, y se ha supuesto que este teónimo latino está reflejando deidades indígenas, que quizás pudieran interpretarse a través de otros nombres, cual el Mercurius Compitalis atestiguado en Murillo del Río Leza (otra divinidad protectora de los viajes, cuyos altares se erigían en las encrucijadas de los caminos). Junto a estas menciones, la aparición ocasional de un teónimo latino pudiera en ocasiones estar encubriendo a un dios indígena. Tal podría ser el caso del Siluanus atestiguado en Nieva de Cameros, en inscripción erigida por un individuo de cuyo indigenismo onomástica no cabe dudar (Titullus, hijo de Viamus), y del que se consigna, además, su gentilicio (»de los Calaedicos»). El Silvano de Nieva, la divinidad romana relacionada con los bosques, podría ser, así, un caso típico de interpretatio de Sucellos, la divinidad céltica infernal del mazo y la piel de lobo con la que se relacionan determinadas iconografías de la Celtiberia.

Lo que sabemos de las fuentes indica que el santuario a cielo abierto era el ámbito característico en el que se desarrollaban los cultos de los pueblos prerromanos. y, concretamente, el claro en el bosque, designado por el término celta nemeton, está en la base de numerosos rituales que los escritores grecolatinos relacionan con los druidas en Galia o Britania. Del carácter sagrado de ciertos bosques en la Celtiberia nos habla Marcial (4,5,53) y la Rioja ofrece algún ejemplo de la perduración de este tipo de prácticas. Prudencia (Contra Symm. 2,1005-1011) se hace eco del culto por parte de los campesinos hispanos a los árboles, que se adornaban con linternas y guirnaldas. En el pueblo de Manjarrés se siguieron celebrando durante mucho tiempo cultos mágicos en un prado que estaba completamente rodeado de enormes robles, lo que provocó la condena de los párrocos del lugar. Y en diversas localidades de los alrededores de Nájera existía la costumbre de situar imágenes de la Virgen en oquedades de los troncos arbóreos (el caso más conocido es el del depósito de la imagen de la Virgen de Valvanera en un roble por ángeles, de acuerdo con la tradición). Se trata de variantes de cristianización de cultos mucho más arcanos, que parecen atestiguar la pervivencia de unas concepciones religiosas típicas de los más antiguos pueblos históricos de la actual Rioja hasta épocas relativamente recientes.

La iconografía constituye otro interesante caudal de información para el indagador de la religiosidad de las sociedades antiguas, aunque en este punto no seamos especialmente afortunados por lo que a nuestro ámbito se refiere. Dejando aparte la imaginería que aparece en los monumentos funerarios, la cerámica que se fabrica en los talleres de la terra sigilIata romana en la zona exhibe motivos que reflejan sin duda la persistencia de ideas y visiones características del mundo indígena. Tal sucede con la aparición de animales que parecen presentar un contenido simbólico bien constatado por las evidencias de otras zonas vecinas, en las que se asocian a veces a divinidades diversas. Del taller de Tricio procede una escena en la que aparece una figura humana con cabeza de équido, en hibridismo característico de la cerámica numantina. De Arenzana de Arriba proceden «máscaras» humanas sobre crecientes lunares, que quizás se deban relacionar más con el motivo indígena de la «cabeza cortada» (la cabeza, como sede de la vida, tiene, como es sabido, una importancia extraordinaria en el arte céltico en general) que con máscaras teatrales. Un molde del mismo taller exhibe una hilera de hombres en procesión o danza (recuérdese las danzas aludidas por Estrabón).

En cuanto a los motivos zoomorfos, tres son los que parecen reflejar de forma más segura la perduración de elementos ideológicos tradicionales. El primero de ellos es el buitre de diversos fragmentos de Tricio y de Bezares; se trata de un animal que juega un papel esencial en el rito celtibérico de exposición de cadáveres (conocido por informaciones de Silio Itálica -y de Eliano para los vacceos- y confirmado por la cerámica de Numancia y las estelas funerarias), como agente de la ascensión del alma del guerrero hacia los cielos en función de su carácter psicopompo, un tema que ha estudiado Sopeña de forma exhaustiva. Los otros dos son animales perfectamente característicos de la iconografía galorromana. La serpiente cornuda, que exhibe una pieza de Bezares, es uno de los elementos característicos de Cernunnos, el dios celta que mejor ejemplifica la tercera función -dentro de los esquemas de Dumézil- de la regeneración y la fertilidad (serpientes cornudas aparecen en una espléndida estela celtibérica de Clunia). Por último, el lobo o jabalí que aparece en otra pieza de Arenzana tiene, como es bien sabido, un gran protagonismo en la iconografía religiosa indígena. Otros motivos que creo de tradición indígena aparecen en las producciones de Segius de Tricio y de Sagalus de Arenzana (los nombres de los alfareros son típicamente célticos): tal sucede con las figuraciones de aves acuáticas y de serpientes, de ciervos y peces, las representaciones solares, o los crecientes lunares sobre árboles.

De gran importancia es la iconografía que aparece en los monumentos funerarios. El ritual de incineración característico se acompaña de la disposición de estelas para fijar el emplazamiento de las cenizas del muerto, y se ha dicho que las cajitas excisas de Tricio y Bobadilla posiblemente tuvieran un significado funerario como contenedores de cenizas, a juzgar por su considerable tamaño. Las escenas representadas en las estelas contribuyen a precisar algunos aspectos de la ideología funeraria, que no es sino la otra cara del mundo de los vivos, a través de la cual éstos tratan de integrar ese fenómeno de alteridad radical que es la muerte.

No podemos entrar aquí en un análisis detallado de los monumentos funerarios y de su decoración simbólica. Carácter decididamente indígena tienen las estatuas-menhires que aparecieron en Alberite, de cronología dudosa pero indudablemente prerromana. El mismo indigenismo refleja la estela de Monte Cantabria, en la que se ve una figura estante con lanza ante un caballo, lamentablemente desaparecida al igual que las anteriores. Representaciones de jinetes (un motivo típico de la numismática), que traducen una forma de heroización del difunto, se dan en las estelas de Hormilleja, en las que también aparecen animales y decoraciones geométricas. Y, como es usual en los monumentos funerarios del Norte de la Península, las figuraciones astrales tienen una gran importancia. Destacan, a este respecto, las figuraciones de crecientes lunares y de estrellas asociadas a arquerías de tos magníficos ejemplares de la Libia de los berones (Herramélluri): en dicha asociación habría que ver, en mi opinión, una de las variantes indígenas de la expresión del «Ultimo Viaje», que en otras ocasiones se traduce a través de la figuración del jinete. En estos ejemplares, lo mismo que en los de la zona de los Cameros más arriba mencionados, parecen perpetuarse unas ideas tradicionales o, al menos, un «indigenismo iconográfico» que contrasta con una plástica más cabalmente reveladora de la romanidad traducida por monumentos como los de Alberite, Calahorra o Tricio.

 

   Figura 8 n
 

                                                                                                          Figura 7

 

 

 

 

 

BERONES Y ELEMENTOS LIMÍTROFES

FRANCISCO MARCO SIMÓN  

HISTORIA DE LOGROÑO,Coordina Angel Sesma Muñoz,
ISBN
84-887-93-45-6, pags. 81-87