Detalle del claustro románico de la catedral de Tudela (Navarra).

 
 
 

 

PISANJE HUMILITAS (ALI LAZNO VPRASANJE O NACIONALNEM IN EVROPSKEM V KONFIGURACIJI PESNISKEGA NACINA MESTER DE CLERECÍA)

 

Kljucne besede: mester de clerecía, mester de juglaría, cuaderna vía, kastiljska poezija 13. stoletja, evropska knjizevnost

 

Avtor prispevka utemeljuje neprimernost uporabe kategorij »uceno« in »ljudsko« ali »kastiljsko« (oz. »nacionalno«) in »evropsko«, ko govorimo o kastiljski poeziji 13. stoletja, saj jo tako skrcimo na samo dva pesniska nacina ali pesniski soli: mester de juglaría in mester de clerecía. Zavraca zavajajoci izraz »nacionalni«, ki je tako ljub tra-dicionalisticnim razlagalcem spanske knjizevnosti, in na primerih iz izbranih kastiljskih in francoskih besedil sugerira branje z zgodovinskega vidika njihovega nastanka, ki v nicemer ne potrjuje domnevnega nasprotja med ljudsko in uceno normo oz. med nacio-nalnim in evropskim.

 

 

 

 

Palabras clave: mester de clerecía, mester de juglaría, cuaderna vía, poesía castellana del siglo XIII, literatura europea

 

 

 

1. Temática, formalismo, ideología

 

Entre los tratadistas del siglo XIX surgió la idea de que el llamado mester de clerecía no era sino la plasmación en lengua castellana de un movimiento de amplitud europea que, irradiado desde Francia y con un fuerte apego a la cultura latina eclesiástica, habría de desarrollarse en contraste con una supuesta tradición poética autóctona llamada mester de juglaría[1]. Así, en el quehacer de la Historia literaria decimonónica, prácticamente toda la poesía castellana del siglo XIII acabó por reducirse a la confrontación de una escuela clerical en lengua romance, de raíces a un tiempo francesas y latinas, con otra popular netamente castellana. Fue a partir de este esquematismo desde donde se asentaron las bases para que la historiografía literaria española terminase por establecer una insólita distinción entre dos mesteres que, siéndonos muy familiar en España por la insistencia con la que ha sido elaborada en la literatura de los manuales, ha suscitado en cambio una comprensible extrañeza a los medievalistas de vocación panrománica, quienes nunca han encontrado motivos serios para instaurar una partición tan tajante en sus respectivas tradiciones críticas (Zumthor, 1989: 84). Eso no obsta, insistimos, para que dentro del hispanomedievalis-mo el mencionado esquema haya jugado -y siga jugando- persistentemente la baza de que tal escisión se habría de entender como plasmación concreta en las letras medievales de Castilla de una suerte de división natural, más amplia, no ya sólo entre lo culto clerical y lo popular juglaresco, sino incluso entre lo nacional juglaresco y lo europeo clerical.

La historia de hasta qué punto esta contraposición entre lo nacional y lo europeo ha estado presente en la configuración de la idea de los dos mesteres es de sobra conocida, al menos por cualquiera que tenga interiorizado el más elemental mapa conceptual de cuantos se emplean en el estudio de la literatura española. No insistiremos, por tanto, en contarla de nuevo. Lo que nos interesa ahora es señalar cómo esta oposición entre lo nacional y lo europeo sólo puede concebirse a través de un acto ideológico, no necesariamente consciente, en el que este -llamémoslo así- geografismo esencialista se parapeta bajo la illusio de un eterno «literario» ya formulándose a sí mismo en el Medioevo, es decir, muchos siglos antes de que se asentase esa institución resultante de las postrimerías de la Ilustración que, tras sucesivos avatares, hoy hemos dado en llamar «literatura»[2].

Dos ejemplos escogidos prácticamente al azar van a servir para darnos buena cuenta de esto último. El primero de ellos lo leemos en la nota a pie de página -concretamente la número doce- de un magnífico artículo que Amaia Arizaleta dedica al comentario de un exordio famoso: «La 'castellanidad' del autor del Libro de Alexandre me parece verosímil, ya que su obra cobra sentido, esencialmente, en el contexto de la Castilla de inicios del siglo XIII» (1997: 51)[3]. El segundo es un exponente típico de lo que encontramos en la literatura de los manuales, y por eso precisamente lo extraemos del muy en boga Manual de literatura española que Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres firman conjuntamente, y donde a propósito de la naturaleza del alejandrino patrio se afirma que «el nuestro es polirrítmico mientras que el francés prefiere el ritmo trocaico. El alejandrino del mester de clerecía se acoge también a la polirritmia del verso autóctono» (2001: 251).

La presencia aquí de estas dos citas no se debe a una intención de rebatirlas por nuestra parte. Es más, situadas cada una de ellas en el con-texto más amplio del que provienen las dos suenan bastante razonables, así que insistamos en que son prácticamente azarosas y en que si las hemos escogido entre muchas otras posibles es precisamente por su falta de extravagancia o estridencia, y porque lo que en ellas se dice es tenido por cosa común y consensuada. Mirando más hacia el plano del contenido -o hacia la temática-que hacia el plano formal, Arizaleta apela en su aproximación al Libro de Alexandre a un viejo concepto pidaliano muy recurrente en el estudio del Cantar de Mio Cid, el concepto de «castellanidad», y lo utiliza con vistas a explicar cómo ésta habría supuestamente inspirado las motivaciones desde las cuales el autor concibió su poema[4]; En el otro lado, y centrándose en el plano estrictamente formal, Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres parecen otorgarle a la polirritmia del alejandrino castellano la categoría de rasgo puramente autóctono, y por lo mismo identitario de la literatura española (el nuestro es polirrítmico) frente a la monotonía trocaica de la francesa[5]. Lo que en ambos casos se hace valer, de todos modos, es el esfuerzo del Libro de Alexandre o del mester de clerecía mismo por diferenciarse y particularizarse, ya sea a través de la temática o fondo o ya sea a través de la forma, dentro de unas fronteras no solamente culturales, al estilo de la contraposición popular/culto, sino también geográficas y lingüísticas.

Sin embargo, es más que dudoso que el poeta del Libro de Alexandre, o cualquiera de los del llamado mester de clerecía, produjese sus versos movido por la conciencia de alguna de las de las dos nociones mencionadas. Dar por hecho que su pretensión pasaba por inventarse una manera de versiicar que fuera propia de su filiación nacional (la «castellanidad»), o que para hacer eso mismo ya contara con una suerte de esencia formal definitoria de su propia tradición «literaria» representada en la polirritmia del verso alejandrino (vista así como una de las expresiones supuestamente objetivas de dicha «castellanidad»), supone dar por hecha, al mismo tiempo, la existencia de un eterno «literario» que, en su más profunda esencia, habría encaminado cualquier tipo de práctica escrituraria, al margen del tiempo y del lugar que la vieron surgir, hacia su inscripción en una entidad que sólo desde hace relativamente poco llamamos «literatura». Y más aún: en el caso concreto que nos ocupa la batalla se estaría situando en la definición de los orígenes y naturaleza de la «literatura española medieval», una perfecta incongruencia terminológica, por cierto, cuya existencia siempre se ha tenido, sin embargo, por verdadera hasta el punto de creer ver la crítica neotradicionalista en la poesía producida en romance castellano del siglo XIII la lucha entre Europa (lo extranjero, lo culto, el mester de clerecía) y España (lo castellano-nacional, lo popular, el mester de juglaría).

Es tan fuerte el influjo ideológico que ejerce esa tradición filológica previa que ni siquiera unas nociones como las de «castellanidad» o «polirritmia», tan propias de la jerga más o menos técnica que suele ser familiar a los estudiosos de la poesía medieval hispánica, pueden haber caído del limbo de una imposible neutralidad científica. Como todas, tales nociones sólo se entienden plenamente dentro de la producción de un discurso concreto[6]. En este caso, creo, estaríamos antes dos nociones derivadas de un discurso esencialista -propio de la ideología burguesa clásica- acerca de lo «literario», el cual se sustenta en buena medida sobre la creencia de que el estudio de la literatura no es sino el rastreo de todo lo humano universal que habría quedado plasmado para siempre -id est, eternamente- en cualquier tipo de manifestación escrita de cualquier tiempo y lugar. No otra cosa que las huellas de ese humanismo fantasma serían las que se nos anima, ya desde el primer aprendizaje escolar de la literatura, a intentar detectar por medio de la lectura directa lo mismo en el Cantar de Mio Cid o el Libro de Alexandre que en la última novela llegada a las librerías de nuestra ciudad[7]. Al señalar esto no queremos sino poner de ma-niiesto la dificultad de deslindar hasta qué punto en nuestra lectura creemos basarnos en nociones realmente objetivadas en los textos del Medievo, sin que éstas estén en realidad presentes en la lógica productiva de los mismos, y hasta qué otro no hacemos sino reproducir y perpetuar toda esa herencia positivista burguesa que nos lleva a ver los textos -y entre ellos los del mester de clerecía- como confirmación previa de un discurso que sólo se elabora sin fisuras en la literatura de los manuales, es decir, a través de la conversión en «Historia de la literatura» -entendida ésta como plasmación de ese humanismo universal en las bellas letras de las distintas nacionalidades- de todo aquello que en realidad surgió previamente a nuestra idea actual de «literatura». Un acto ideológico concreto, apegado a esa herencia cuyas raíces surgieron con las luces del XVIII, de pronto es asumido, eternizado, y presentado como algo esencial y existente desde siempre. Pero no hay luces más cegadoras, y he ahí el peligro que una y otra vez nos acecha cuando nos amparamos en un sintagma tan extemporáneo como el de «literatura española medieval». Por eso Antón Figueroa, captando hábilmente la lección de Bourdieu, ha tratado de aplicar la noción de campo social a la lectura de la comunicación literaria en el espacio de la literatura medieval, empezando por advertir -y siempre lo hemos tenido en cuenta en este trabajo- que un grupo social instaura un sentido común, una serie de intereses que nunca son inocentes y de los que conviene ser conscientes. Para Figueroa, en lo concerniente a lo medieval, el campo social se ha construido fundamentalmente desde dos terrenos: desde el ámbito identitario, en el que la interferencia se da por la pertenencia a un determinado campo nacional, regional, etc.; y desde el ámbito académico, en el que la recurrencia continua a la noción de desinterés habría acabado por distorsionar, via negationis, la percepción de los intereses de ese mismo ámbito identitario, presentes sin embargo de manera más o menos subrepticia en los trabajos eruditos (2001: 12-16)[8].

Pero vayamos a los textos.

 

 

 

2. Exteriores e interiores de un tópico

 

Muy conocida, pero sintomáticamente mucho menos citada que la que le sucede, es la primera cuaderna del Libro de Alexandre:

 

Señores, si quesiéredes   mio serviçio prender,

querríavos de grado    servir de mio mester;

deve, de lo que sabe,   omne largo seer,

si non, podrié en culpa   e en riepto caer. (2007: 129)

 

Es comprensible, hasta cierto punto, el menor interés que ha suscitado esta cuaderna en comparación con la copla segunda (mester es sin pecado ...), pues nada se dice en ella de mesteres, ni de juglarías, ni de clerecías ni, en general, de ninguna otra cosa que después haya sido digna de dar nombre a uno o varios capítulos de las muchas Historias de la literatura española que han cimentado una distinción entre dos escuelas poéticas a partir de la cuaderna segunda del mismo Libro. No creo que haya muchos desacuerdos en afirmar que si la que arriba citamos es reconocida inmediatamente como un exponente típico del mester de clerecía es, ante todo, por su forma; y eso no es ninguna casualidad: la visión tradicional de los estudiosos del mester -cuya summa representa como nadie Isabel Uría (2000)-, inculcada desde hace ya incontables años en la escuela, siempre ha tendido a ver la forma como garantía de que estamos ante una escuela de poesía erudita privativa de Castilla; y ha sido así porque sólo desde la forma podría ser aislada y catalogada de «autóctona» la estrofa que acabamos de citar (que la segunda que sigue inmediatamente a ésta nos esté realmente conifrmando eso es otra cuestión distinta y más que discutible). Así pues, ese carácter «autóctono», en el sentido de «nacional», quedaría explicitado en la forma porque desde el plano del contenido las dificultades para sostener lo mismo se multiplican. El planteamiento formalista orienta el debate desde su raíz: si el autor del Alexandre está haciendo hincapié en la forma por la cuaderna vía en la copla segunda, nos encontramos ante la primera escuela poética erudita de Castilla, porque con ello estaría simplemente subrayando su innovación, su originalidad, su golpe de efecto en la historia de la «literatura» castellana -y, por extensión, española-, lo cual implica en cierta manera dar por hecho que, puesto que todo está inventando, lo único que puede suponer un verdadero hallazgo es la forma de expresarlo (aunque lejos de entrar a considerar si hay o deja de haber algo nuevo entre el sol y la tierra, lo que siempre hemos tenido en mente aquí es que, cuanto menos, hay cosas bien distintas); si, en cambio, el autor está haciendo hincapié en el contenido, entonces supondríamos que con ello salda su deuda con diversas obras ya surgidas en otras partes de la Panromania, ya que casi todo lo que dice tiene una fuente previa, un referente concreto al que señalar los cazadores de la erudición a pie de página, y así un largo etcétera. A través de la discusión formalista/contenidista nos deslizamos casi sin darnos cuenta hacia la, mucho más espinosa, cuestión de la naturaleza de los orígenes «literarios» de la nación, lo que de paso se suele acabar plasmando en una pomposa retórica esencialista acerca del carácter nacional mismo. Por eso en este caso el debate «literario» tiene muchas variantes pero sólo dos salidas posibles: o se está ante una forma nueva, nunca vista antes en otro sitio que no fuera Castilla, o se está ante un recopilatorio de tópicos que tiempo atrás ya habrían sido formulados en otros lugares; es decir: o se está ante una escuela que plasma su conciencia nacional y autónoma a través de la forma o ante una escuela europea de temáticas y contenidos europeos. Todo esto parecería razonable si no fuera porque resulta más que dudoso que, de poder llevar a cabo algo tan imposible como saber a ciencia cierta cuál era la intención del autor en la famosa cuaderna[9], llegásemos a la conclusión de que ese problema decimonónico en torno a las nacionalidades le preocupase lo más mínimo, aunque paradójicamente no sea sino ése el terreno en el que tradicionalmente se ha planteado el debate entre los valedores de la definición tradicional del mester de clerecía como escuela poética, quienes no por casualidad hacen tanto hincapié en la forma.

Temáticamente, en cambio, esta cuaderna primera del Libro de Alexandre nos pone ante una perspectiva bien diferente, ya que puede encuadrarse sin titubeos en esa tópica del exordio cuyas raíces clásicas y cristianas fueran lujosamente señaladas por Curtius (1955: 132-133). Precisamente de esa tópica del exordio, que hace hincapié en la obligación del sabio de compartir su saber, hay en Europa ejemplos en lengua romance previos al mismo Libro de Alexandre, de manera que nada específico de Castilla podría concluirse a partir de ahí. Es más, esos cuatro primeros versos parecen calcados, a su vez, de los cuatro primeros del Roman de Thèbes:

Qui sages est nel doit celer,

ainz doit por ce son senz moutrer

que quant il ert du siecle alez

touz jors en soit mes ramenbrez. (vv. 1-4, 2002: 1)[10]

 

Y también el bello exordio de los Lais de Marie de France es de una evidente similitud temática:

 

Ki Deus ad duné escïence

e de parler bone eloquence

ne s'en deit taisir ne celer,

ainz se deit voluntiers mustrer.

Quand uns granz biens es mult oïz,

dunc a primes est li fluriz,

e quant loëz est de plusurs,

dunc ad espandues ses lurs. (vv. 1-8, 1993: 89)[11]

 

Pero, ¿hemos de concluir por eso que el debate se reduce a elegir entre Castilla o Francia o entre Castilla y Europa?, ¿es realmente esa pulsión nacionalista la que late en el fondo del corazón de estos textos? Desde el punto de vista geográfico el tópico no sólo tiene exteriores, sino también interiores, como demuestra el hecho de que esa idea del deber que tiene de ser generoso en el reparto del saber aquel que lo posee aparezca con insistencia en la prosa castellana del siglo XIII. Entre los varios ejemplos que podemos invocar, acaso el que encontramos en el Capítulo XX del Libro de los cien capítulos, titulado «Del saber e de su nobleza», resulte especialmente claro: «Lo que omne sabe si lo non enseña a otros o non obra con ello como deve es muy pecador por ello. Ay omnes que demandan el saber e non a servicio de Dios e en cabo tórnalos del saber a servicio de Dios» (1998: 115-116). Y por esa misma razón se explica también lo siguiente en la misma obra: «Quien sabe algo e non lo mete en obra o non lo quiere mostrarlo a otro finca con lazería e con pecado» (116). Pero, entonces, ¿realmente hablamos de un problema de nacionalidades?

 

 

 

3. La humilitas en romance

 

Hemos puesto de manifiesto la perspectiva en todos los sentidos transversal -nacional/foráneo y verso/prosa- del tópico del exordio porque pretendemos señalar que los ejemplos anteriores vienen a situarnos ante una cuestión de fondo común, sí, pero una cuestión que no tiene nada que ver con la construcción de las identidades nacionales ni con la definición del carácter general de la «literatura» española. El verdadero problema, que fácilmente se confunde con esos otros dos, tiene que ver con lo que significa escribir en romance; y por supuesto es irrelevante, en muchos sentidos, si tal romance es francés o castellano, porque cuando leemos en el Chevalier au Lyon (o Yvain) que «Crestiens son romans ensi» (Chretien de Troyes, 1999: 207)[12], o que Berceo advierte casi a punto de finalizar Del Sacrificio de la misa que «el romanz es cumplido, puesto en buen logar» (296c, 1992a: 1033), o incluso que en el Libro conplido en los iudizios de las estrellas se señala que los nacidos bajo la influencia de Mercurio gustan «de las fermosas razones e de romanços e de uersificar e de libros» (Aben Ragel, 1954: 16), no podemos sino concluir que romans, romanz y romanço, como cualquiera de las muchas formas que adopta la palabra, significan a una escritura producida en una lengua que no es el latín. Significan, por tanto, a una forma humilde de escritura, y San Isidoro nos da una pista inmejorable de lo que puede representar este hecho en Etymologiarum (X,115): «Humilis, quasi humo adclinis» (2004: 812)[13], es decir, escribiendo desde la tierra. Bien es cierto que tal humilitas -y eso es lo que diferencia el «fablar curso rimado por la cuaderna vía» (v. 2c, Libro de Alexandre, 2007: 130) frente a las prácticas algo más indefinidas de los juglares- se da como glosa imperfecta, ejercida desde la escritura de los hombres, de la Escritura directamente realizada o inspirada por Dios al estilo de lo que leemos en el Libro: «Pero Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso» (Sabiduría, 11, 20). Escritura -con mayúscula- y escritura -con minúscula- se contemplan y se relejan como en un espejo[14]. Si Dios ha escrito el Libro del Mundo y ha inspirado el Libro Sagrado[15], los scholares clerici glosan esta imagen omnipotente y central del Libro construyendo con su escritura un trasunto terrenal de aquélla también llamado Libro (de Alexandre, de Apolonio, de los milagros de Nuestra Señora, etc.), es decir, tratando de dotar de número, peso y medida a sus lenguas humildes, quasi humo adclinis, glosando a través de la escritura mundana la Escritura del Mundo. Por eso los poemas del llamado mester de clerecía van a recurrir a la cuaderna vía, es decir, a la quadratam formam que en el fascinante Planeta de Diego García de Campos va a ser aludida como primo mundi vestigio (1943: 155). O, lo que es lo mismo, como forma sustancial o signatura, como «marca visible de las analogías invisibles» (Foucault, 2000: 35) del mundo terreno con el Mundo Verdadero: así, el propio Planeta señalará, entre otras muchas cosas, que son cuatro los ríos derivados del Paraíso terrenal que riegan la árida tierra, cuatro las sílabas de la Encarnación del Verbo (Ihe-sus-Chris-tus), o cuatro las claúsulas con las que al comienzo del Evangelio de Juan (In principium erat verbum. Et verbum erat apud deum. Et deus erat verbum. Hoc erat in principio apud deum) es declarada la naturaleza simple de la Trinidad (García de Campos, 1943: 155). Esa quadratam formam inscrita, como uno más de los vestigia Dei, en el Libro del Mundo y revelada a su vez por el Libro Sagrado es de este modo glosada y humildemente reproducida a través de la propia estructura métrica de la cuaderna vía. Nada es seguro, pero todo es posible: cuatro versos monorrimos escindidos en dos hemistiquios de siete sílabas cada uno, dieciséis unidades rítmicas en cada cuaderna (1 + 6 = 7) que funcionan alternando hasta siete figuras rítmicas -bisílaba llana (óo), bisílaba aguda (oó), trisílaba llana (oóo), trisílaba aguda (òoó), tetrasílaba llana (òoóo), tetrasílaba aguda (òooó), y pentasílaba siempre llana (òooóo)-, según el paciente cómputo de Uría (2001: 113-114)[16].

Se podría argüir que este milimétrico ejercicio de mampostería poética es indicio del orgullo intelectual de esos scholares clerici, esos clérigos urbanos que van poblando Europa, y también Castilla, desde finales del siglo XI hasta la eclosión de la escolástica en el XIII. Muchas veces se ha hablado del alarde de superioridad «literaria» que creemos ver en los distintos exordios. Pero, sin embargo, el excesivo hincapié que se ha hecho en la cuaderna segunda del Libro de Alexandre no anula el hecho de que lo habitual sea encontrar el sometimiento del clérigo a las instancias superiores del Cielo ya desde los primeros versos. Hemos visto cómo el poeta del Alexandre en realidad empieza por plantarse como servidor ante los oyentes (mio servicio, mio mester). En la Vida de Santo Domingo de Silos comenzará Berceo por invocar a la Trinidad: «En el nomne del Padre, que fiço toda cosa / e de don Ihesu Christo, fijo de la Gloriosa, / e del Spíritu Santo, que egual dellos posa» (vv. 1ac, 1992c: 259)[17]. Los versos con los que se inicia el exordio del Poema de Fernán González (vv. 1ac) parecen un calco de los anteriores: «En el nombre del Padre que fizo toda cosa, / del que quiso nasçer la Virgen preciosa / e del Spíritu Santo, que igual dellos posa» (1998: 41). Y el Libro de Apolonio (vv. 1ab) no deja de encomendarse tampoco antes de emprender la narración propiamente dicha: «En el nombre de Dios e de Santa María / si ellos me guiasen estudiar querría» (1992: 71). No puede ser de otra manera porque, al no tratarse en sentido estricto de una institución llamada «literatura» lo que explica estos textos, no funciona ni la idea del libro como mercancía ni, por supuesto, la de un saber plasmado en una obra «literaria» en forma de verdad interior o saber propio de un autor. Curiosamente, el mercadeo sólo es condenado cuando se trata de los juglares y de sus prácticas orales, pero nunca cuando se trata de la escritura en cuaderna vía. Tarsiana, en el Libro de Apolonio (v. 490c), no deja de advertir «qua non só juglaresa de las de buen mercado» (1992: 236), puesto que como hija natural de un rey sólo «otro mester sabía qu'es más sin pecado, / que es más ganançioso et es más ondrado» (vv. 422cd: 215). El «romançe bien rimado» (v. 428c: 217) que canta delante de Apolonio no es sino fruto del «estudio en essa maestría» (v. 423b: 215) que nunca se presenta a sí misma ni como verdad propia ni como mercancía remunerable. Lo que legitima a la clerecía en tanto que casta es, muy al contrario, el presentarse a sí misma como estamento depositario de un saber que está más allá de los bienes mundanales y cuyos beneficios sin pecado pertenecen al orden espiritual[18].

No se trata tanto de una estrategia segregada desde los habituales -y kantianos- términos del «interés» o el «desinterés» de las prácticas «literarias». La humilitas clerical de la que hace gala la escritura del llamado mester de clerecía lleva a los clérigos a perpetuar su imagen de buenos transmisores, de buenos exégetas de ese saber contenido en el Libro (Sagrado o del Mundo) que sólo ellos están preparados para glosar sin cometer pecado. Ellos son los que trasladan de un lenguaje oscuro a otro inteligible la voz del Señor de todos los señores. Pero esto, insistamos, no es exactamente un problema al estilo de los que nosotros llamamos «literarios», ni es tampoco la punta de lanza para concluir un economicismo «interesado» escondido bajo la imagen de una poesía «pura», id est, «desinteresada», relacionada trascendentalmente con el sentimiento de lo bello. Son otras las categorías que mueven las prácticas escriturarias de estos poetas, perfectamente entendibles dentro del imaginario que, bajo distintas formas, reproduce y perpetua las relaciones sociales tal y como se desarrollan dentro del feudalismo. A través de una lengua que no es ya el latín comunican los clérigos, aproximativamente, el my(ni)sterium Dei que la Escritura encierra[19]. De ahí que lo suyo sea presentado, como en el caso del Alexandre, bajo el marchamo de serviçio. La imagen de la servidumbre feudal, en el terreno de la escritura, será hábilmente trazada por Berceo al amparo de aquella otra, forjada por Santo Domingo y San Francisco, de los ioculatores Dei, los «juglares de Dios» (o «de los santos») que dicen ser estos clérigos escribientes por la cuaderna vía. Así lo vemos en la Vida de Santo Domingo de Silos, concretamente en los versos 289d: «cuyos juglares somos, él nos deñe guiar» (1992c: 331); 775ab: «Quiérote por mi misme, padre, merced clamar / que ovi grand taliento de seer tu joglar» (453); 776ab: «Padre, entre los otros a mí no desampares, / ca dicen que bien sueles pensar de tos joglares» (Ibid.); y 318ab: «Querié oir las oras más que otros cantares, / lo que dicién los clérigos más que otros joglares» (339). Casi al  final de este mismo poema, la idea de la servidumbre en su forma más humilde (que no es otra que la de la juglaría) llegará a su cénit (c. 759):

Señores, non me puedo assí de vos quitar,

quiero por mi servicio de vos algo levar;

 pero non vos querría de mucho embargar,

ca diçriedes que era enojoso joglar. (449)

 

Claro que ese algo levar al que alude Berceo no será sino lo siguiente (vv. 760ab): «En gracia vos lo pido que por Dios lo fagades, / de sendos «Pater Nostres» que vos me acorrades» (Ibid.). Los mismos que reclama por (v. 757c) «fazer este travajo» (Ibid.), o (vv. 758bc) «por est poco servicio que en él he metido, / que fará a don Christo por mí algún pedido» (Ibid.), refiriéndose al santo. Si tal cosa acabó por convertirse en la confrontación de una escuela autóctona castellana de orientación europea con otra supuestamente nacional propiedad de los juglares, supuestamente tan fuerte esta última que Berceo -en función de su nacionalidad- no se habría resistido a llamarse joglar a sí mismo, se debe a una conversión posterior en Historia «literaria» de una escritura cuya epistemología no surge, precisamente, de las leyes de ese humanismo eterno al que ya hemos aludido, sino concretamente de la sacralización feudal.

 

 

 

4. Conclusión

 

Como ocurre con Berceo, y de acuerdo con esa humilitas de la servidumbre, lo que leemos en la ya citada cuaderna primera del Libro de Alexandre no es sino el cumplimiento de un servicio, del trabajo en el que se emplea el vasallo-clérigo al glosar humildemente, y en la más humilde de las lenguas, la Escritura de su Señor-Dios. En la siguiente centuria el Libro de buen amor iba a mostrarse extraordinariamente explícito al respecto, y por eso el verso 125a requiere que: «Muchos ay que trabajan sienpre por clerezía» (Ruiz, 2006: 41); el Arcipreste es casi un tratadista del sistema de los tres órdenes (vv. 126ac): «Otros entran en orden por salvar las sus almas, / otros toman esfuerço en querer usar armas, / otros sirven señores con las sus manos amas» (41-42)[20]. Invirtamos el orden: si sabemos que los laboratores trabajan con sus manos, los bellatores defienden, y los oratores -grupo que debe saber clerezía- no dejan de ser siervos del Señor de todos los señores, entonces lo que encontramos en esa cuaderna primera del Alexandre no es precisamente el arrebato de orgullo de una casta privilegiada de intelectuales que se arroga la tarea de «fundar» con su escritura la variante culta de la «literatura» nacional sino, precisamente y una vez más, un acto de humilitas que consiste en glosar la Escritura para evitar el pecado de quienes, estando ejercitados en el saber, no se molestan en compartirlo cumpliendo así con el servicio de vasallaje que les es propio. Este acto lo llevarán a cabo valiéndose de una lengua ínfima que se yergue sin embargo en imagen -a un tiempo degradada y dignificada por ser producto de un mester sin pecado- de la Escritura. El círculo se cierra sobre sí mismo sin dejar resquicio a ningún otro problema posterior referente a las identidades nacionales porque, en realidad, no hay más identidad que la de ser señor o vasallo, que la establecida en la Escritura y la reproducida en la escritura. Los versos del Roman de Thèbes y los de los Lais, que también hemos citado, no son por tanto fruto de la desesperada carrera por determinar qué nación alumbró primero el hallazgo sino, paradójicamente, la negación -como nuestros poemas del mester de clerecía- de cualquier hallazgo. Todos los casos citados son como la nota al margen de ese Libro (el de la Naturaleza, el de la Escritura) en el que todo ya está escrito y hacia el que, en última instancia, mira toda escritura en romance y sin pecado. No es ya sólo, tampoco, que no se trate exactamente del problema de ver en qué momento y en qué lugar la «Historia de la literatura» vio prender sus orígenes primero, es que en la plena historicidad de los textos no se trata de un problema «literario» en absoluto. No al menos en el sentido que algo así tiene actualmente para nosotros.

Pero el caso es que los historiadores de la «literatura», ya desde el siglo XIX, habían puesto de manifiesto cómo los poemas que componen el mester de clerecía miran, a diferencia de los asuntos llamados nacionales del mester de juglaría, a la cultura europea sustentada por el latín. Más tarde la Escuela de Filología Española, tan imbuida de nacionalismo, tuvo serios problemas para aceptar el paso por el suelo castellano de unos poemas que, a todas luces, elaboraban asuntos ya surgidos antes en Francia. El empeño pasaría por demostrar en adelante cómo lo europeo se habría nacionalizado contagiándose, presuntamente, de una serie de fórmulas juglarescas tomadas de la tradición popular a la manera señalada por Menéndez Pidal para Berceo, el Alexandre, y el Apolonio -estos dos últimos definidos sin más como «género juglaresco»- en Poesía juglaresca y juglares (1957: 274-282). Las prácticas escriturarias clericales en cuaderna vía del siglo XIII se fueron así transformando en un extraño, en la avanzadilla de una serie de batallas que en su origen nunca tuvieron que lidiar. Aunque la Historia, al final, nunca puede evitarse.

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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Amador de los Ríos, J. (1862): Historia crítica de la literatura española. Tomo II. Madrid: Imprenta de José Rodríguez.

Amador de los Ríos, J. (1863): Historia crítica de la literatura española. Tomo III. Madrid: Imprenta de José Rodríguez.

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NOTAS

[1] La oposición se hace evidente desde el trabajo de Amador de los Ríos, quien habla tanto de «una forma artística predilecta de los cultos» (1862: 440), como de «la clerezía, es decir, la clase docta de la nación» (1863: 281). De la poesía heroico-popular castellana, el conocido libro de Manuel Milá y Fontanals, se publicó en 1874 recogiendo a modo de prólogo una oración sobre el carácter general de la literatura española leída ante el claustro de la Universidad de Barcelona en la inauguración del curso de 1865 a 1866, y en ella ya hablaba Milá de «la sola existencia en la poesía castellana de una escuela docta, de un 'mester de clerecía'» (1874: XV). Ninguno de los dos, sin embargo, se preocupó por dotar de contenido conceptual al marbete mester de clerecía como iba a hacer poco más tarde Marcelino Menéndez y Pelayo en el prólogo al Tomo II de su Antología de poetas líricos castellanos: «Abre nueva era en la historia del arte castellano la aparición de la primera escuela de poesía erudita, escuela cuyo desarrollo comprende siglo y medio próximamente, desde principios del XIII, hasta mediados del XIV. Esta escuela, para marcar su distinción respecto del arte rudo de los juglares, se daba á sí propia el título de mester de clerecía» (1891: XXXI).

[2] En 1980 ya señaló el propio Zumthor la contradictio in terminis inscrita en el uso del vocablo «literatura» para referirnos a las letras del Medievo, dado que con él suponemos la existencia universal de una serie de factores -la idea de un sujeto enunciador autónomo, la construcción de un objeto por parte de éste, la suposición de la refe-rencialidad del lenguaje a la ficción, y la presuposición de la existencia eterna de un tipo de discurso socialmente trascendente y suspendido en un espacio vacío- que sólo desde el siglo XVII empiezan a ser vistos como una clase particular de discurso (1980: 30-31); unos años más tarde, en un famoso artículo, se preguntaba el mismo autor abiertamente si podemos hablar de una «literatura» medieval, y la conclusión es tajante: para Zumthor la «literatura» es, precisamente, «ce qui est venu après: dans une période de l'histoire occidentale où se transformaient, dépérisaient, parfois se viciaient les anciennes coutumes dont s'engendrèrent les formes poétiques du 'moyen age'» (1986: 139). También Robert Escarpit (1970) puso de manifiesto en su momento la historicidad de la institución literaria al escribir una breve, pero inapelable, historia del término «literatura». Historicidad que, desde luego, no ha pasado del todo desapercibida en el campo del hispanomedievalismo, como muestra un muy sugerente trabajo de Leonardo Funes (2003: 22-23). Pero más allá de la cuestión especíica acerca de la existencia de una «literatura medieval», la posición de Juan Carlos Rodríguez (1990) y Malcolm K. Read (2000) resulta especialmente productiva para separar la producción ideológica, radicalmente histórica, anterior a la modernidad, de los aprioris kantianos que han contribuido a eternizarla y universalizarla bajo la forma de un discurso llamado «literatura». Y aunque en teoría se centra en las letras clásicas latinas, proponiendo una lectura de las mismas ajena a los supuestos de nuestra actual institución «literatura», el libro de Florence Dupont (2001) está plagado de sugerencias brillantes acerca de este tema.

[3] Es de justicia señalar, puesto que vamos a insistir en ella, que la palabra «castellanidad» es prudentemente entrecomillada por la propia Arizaleta.

[4] A diferencia, por ejemplo, de lo que hace Jorge García López (2007), quien centra sus esfuerzos en emparentar al Libro de Alexandre con el género del román francés hasta el punto de invitar «a buscar un contexto literario para el desconocido autor del Alexandre en el ambiente literario de la corte de Enrique II de Plantagenet, en las mismísimas antípodas de Gonzalo de Berceo» (2006: 10).

[5] Es decir, que construyen la polirritmia a la manera de uno de esos caracteres perdurables al estilo de lo que ya hiciese Menéndez Pidal (1960).

[6] Bourdieu señaló en su día que tanto este «formalismo surgido de la codificación de prácticas artísticas» (dentro del cual insertaríamos la «polirritmia») como ese «reduccionismo empeñado en remitir directamente las formas artísticas a unas formaciones sociales» (donde cabe la «castellanidad») venían a solapar el hecho de que «ambas corrientes tenían en común su ignorancia del campo de producción» (1995: 271).

[7] Aunque, todo hay que decirlo, un cuidadoso observador de la Edad Media como Alain Guerreau haya definido a aquélla como un «objeto sin equivalente» (2001: 218), desechando con toda sensatez «la hipótesis de la posibilidad de una lectura directa» (Ibid.: 219) cuando de documentos del Medioevo hablamos.

[8] Muy acertadamente explica Antón Figueroa la acción del ámbito académico de la siguiente manera: «Podemos decir inicialmente que el campo académico, como el campo artístico en general o como el campo literario, comparte con éstos la característica que distingue a los campos culturales de los demás: su interés básico en el 'desinterés'. Esto proporciona a las posiciones heterodoxas e innovadoras un carácter inicialmente desinteresado sin opciones de remuneración económica o de otro tipo. Ahora bien, el campo académico no es ajeno a las dinámicas sociales y, lo mismo, por ejemplo, que el campo literario, está condicionado por los campos que lo rodean y con los que se relaciona, y en general con el campo del poder» (2001: 16). Y eso sin señalar que la misma idea de la belleza artística como producción desinteresada (o como placer desinteresado para quienes la contemplan) no deja de ser una idea que Kant se saca de la manga en la Crítica del juicio: otro supuesto moderno eternizado y aplicado retrospectivamente en el, relativamente reciente, proceso de conversión de las distintas escrituras en lenguas romances del Medieovo en «literatura».

[9] Y, de hecho, ya es bastante imposible que el carácter finito del Libro (aprehensible y digno de ser glosado, que no «creado», por la escritura en lengua vulgar), cifra de todo el saber medieval, nos permita siquiera hablar de una intención del autor. Desde luego, la idea de un autor expresándose a sí mismo o exteriorizando su verdad en las prácticas poéticas clericales por la cuaderna vía del siglo XIII (verdaderas glosas en escritura romance de la Escritura), no deja de ser uno de los supuestos más comunes de ese eterno «literario» retrospectivamente aplicado (Rodríguez, 1990: 5-6). Un supuesto, por cierto, que distorsiona por completo la historicidad de los textos del mester de clerecía al convertirlos en expresión, anulando así de paso -id est, volviendo invisible- su condición de glosa.

[10] La traducción española, como Libro de Tebas, realizada por Paloma Gracia reza así: «Quien es sabio no lo debe ocultar, sino que debe mostrar su entendimiento, para que sea recordado por siempre una vez abandone este mundo» (1997: 29).

[11] Tanto la edición del texto en su lengua original como la traducción española que reproduzco a continuación los extraigo de la magnífica edición bilingüe a cargo de Ana María Holzbacher: «Quien ha recibido de Dios el don de la sabiduría y de la elocuencia, no debe ocultarse de ello ni de permanecer en silencio, antes bien manifestarse de buen grado. Cuando un gran bien es muy oído es como si floreciese por primera vez, y cuando muchos lo alaban derrama todas sus flores» (Francia, 1993: 89).

[12] Según la traducción española de María-José Lemarchand: «Así acaba Chrétien su novela» (Chrétien, 2001: 138).

[13] Según la traducción de José Oroz Reta: «Humilis (humilde), como si dijéramos inclinado a la tierra (humus)» (Isidoro, 2004: 813).

[14] Dicho mecanismo es explicado a la perfección por Roger Dragonetti (1980: 42-43) en un texto que considero fundamental.

[15] De cómo la imagen clásica del Libro del Mundo fue conformándose y completándose a través del «surgimiento y demora del segundo de los libros», el Libro Sagrado, da buena cuenta Hans Blumenberg (2000: 51-61) en un magistral ensayo.

[16] No hace falta insistir demasiado -entre otras cosas porque ya lo ha hecho magníicamente María Jesús Lacarra para el caso de Berceo (1987: 170-171)- en el valor simbólico del número siete dentro del simbolismo cristiano: siete son las esferas, con lo que a través de la duplicación del siete se entona de alguna manera ese ritmo que Dios imprimió al Mundo; y siete es la suma del cuatro (lo terrenal) y el tres (lo espiritual), cifra del hombre, la criatura, que lo emparenta con el Creador de la misma manera que los Libros del mester se emparentan con el Libro. Las analogías están presentes hasta en los detalles más insospechados, de manera que no podemos sino concluir, con Francisco López Estrada (1984: 467-468), que el ritmo de nuestros poemas es un «elemento sustantivo» de los mismos.

[17] Algo habitual en el poeta riojano, no sólo en la obra arriba aludida. El Poema de Santa Oria (vv. 1ac), por ejemplo, recae en esta invocación: «En el nombre del Padre que nos quiso criar / e de don Jesu Christo qui nos vino salvar / e del Spíritu Sancto, lumbre de confortar» (Berceo, 1992b: 499).

[18] Aunque la estrategia legitimadora, desde luego, sirva en realidad para encubrir otro tipo de réditos más concretos, entendibles en sentido material: desde la promoción de los monasterios en la obra de Berceo hasta el intento de forjar -e influenciar a través de ella- una imagen de la institución política del Sacro Imperio (Libro de Alexandre), la institución regia (Libro de Apolonio), o la historia de Castilla y sus tensiones con León (Poema de Fernán González). Todo ello convenientemente elaborado desde la ideología clerical como garante de la correcta interpretación de la Escritura.

[19] Una preciosa teoría sobre la contaminación semántica entre mester < ministerium como derivación del mysterium Dei > my(ni)sterium Dei puede leerse en un interesante artículo de Steven N. Dworkin (1972: 376-377).

[20] Por supuesto que la gran referencia teórica para entender el sistema de los tres órdenes sigue siendo Georges Duby (1980).

 

 

Claustro románico de la catedral de Tudela (Navarra).

 
 

 

 

LA ESCRITURA DE LA humilitas

(O EL FALSO PROBLEMA DE LO NACIONAL Y LO EUROPEO

EN LA CONFIGURACIÓN DEL MESTER DE CLERECÍA) 

Juan García Única
Universidad de Granada

 

Verba hispanica: anuario del Departamento de la Lengua y Literatura Españolas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Ljubljana, ISSN 0353-9660, Nº. 17, 2009 , pags. 39-52