Sea cual sea su etimología -la tierra «negra» de Egipto, la materia original «negra»de la transmutación (del egipcio chemi = negro), la fundición del metal (χυμα) o la ciencia fundada por un mítico Chimes-, la alquimia occidental, o Arte Magna, tiene un origen relativamente concreto si bien se han perdido sus primeros textos (y, desde luego, la tradición oral que hubo de precederlos), parece evidente que, en su forma clásica, teóricamente homogénea, su nacimiento ha de colocarse, como ya pensaban los tratadistas bajoimperiales, en la ciudad de Alejandría y es a este nacimiento, el de la primera teoría química mediterránea, al que queremos referimos en las líneas que siguen.

 


 

Cuando, a fines del 323 a. C, Ptolomeo I, hijo de Lagos, llegó a Egipto para tomar bajo su cetro el fértil valle del Nilo, conquistado nueve años antes por el ahora difunto Alejandro Magno, Alejandría se hallaba en plena construcción. La enorme colonia griega. recién fundada, veía elevarse sus casas y templos jónicos, los primeros pabellones de sus palacios, los muelles de sus puertos, todo bajo la supervisión del megalómano y genial Deinócrates de Samos, aquel que quiso esculpir el monte Athos con la efigie del conquistador macedónico, colocando una ciudad en una mano y un lago en la otra, y que ahora dirigía la construcción de una ciudad amplia y racional, planeada para poder extenderse infinitamente en dos dimensiones. Unos años después, Ptolomeo podía instalar ya su corte en la flamante urbe e iniciar el que sería su más famoso monumento: el Faro.

La ciudad había sido concebida como una colonia griega Los barrios residenciales estaban ocupados por inmigrantes llegados del Egeo, los cultos eran helénicos, se instaló una democracia para el gobierno interior de la ciudad, se enseñaba la lengua ática en las escuelas (para simplificar el colorido mosaico de los dialectos griegos), se representaban tragedias en el teatro y se compelía en juegos gimnásticos de tipo olímpico. Incluso el campo científico también se encontraba dominado, bajo la protección regia, por investigadores griegos.

En efecto, Ptolomeo I, curtido general de escasa cultura, tuvo el loable deseo de conseguir para su hijo, el futuro Ptolomeo II, Filadelfo, la que él no había podido alcanzar; y, siguiendo la tradición macedónica de importar cerebros griegos para la formación de los miembros de la familia real y de la aristocracia (recuérdese el caso de Aristóteles), puso las bases del llamado Museo de Alejandría y de su famosa Biblioteca adjunta. Reuniéndose alrededor de un culto a las Musas, llegaron, unos tras otros, y de los puntos más distantes del universo griego, filósofos y científicos, atraídos por las promesas de Ptolomeo, y sin duda escogidos por el primero de ellos, Demetrio de Falerón, discípulo de Teofrasto. Este último hecho tiene gran importancia, porque equivalía a asegurar, a través de medios económicos y políticos inusitados, la preeminencia de una escuela filosófica, la aristotélica, relegando a todas las demás. Y la tendencia aristotelizante de los científicos alejandrinos acabará por decidir los criterios de la ciencia tardoantigua y medieval, y en particular de la alquimia.

 

 

 

«Simpatías y antipatías»

 

En el campo de la física iban a quedar establecidos, en efecto, los principios del Estagirita, y de forma tanto más dogmática cuanto más se pierda la mentalidad investigadora. Síntesis de muchas teorías anteriores, superación de otras y simple elección en algunos casos, la concepción física aristotélica tenía, indudablemente, una gran virtud que aseguró su difusión. su vivacidad, su aparente obviedad, la traducción al parecer exacta que realizaba de hechos que estamos acostumbrados a ver. Sus planteamientos, lejos de buscar explicaciones en entes puramente racionales (los átomos de Demócrito, las matemáticas de Pitágoras, la geometría de Platón), basaban las leyes físicas en «antipatías» y «simpatías», en diferencias cualitativas y no cualitativas, en conceptos, en fin, fáciles de comprender para cualquier persona. Quedaban así establecidos los cuatro elementos básicos de Empédocles. tierra, agua, aire y fuego, que se distinguían por simples cualidades. la tierra es fría y seca; el agua, fría y húmeda; el aire, caliente y húmedo, y el fuego, caliente y seco. La transmutación de un elemento a otro, o de una materia a otra, era, pues, cosa perfectamente posible, si se lograban cambiar sus cualidades. Sobre todo, teniendo en cuenta que, como enseña la experiencia, la mezcla de distintos elementos no es sólo física, sino que da origen a una nueva indudablemente, una gran virtud que aseguró su difusión. su vivacidad, su aparente ob­viedad, la traducción al parecer exacta que realizaba de hechos que estamos acostum­brados a ver. Sus planteamientos, lejos de buscar explicaciones en entes puramente racionales (los átomos de Demócrito, las matemáticas de Pitágoras, la geometría de Platón), basaban las leyes físicas en «anti­patías» y «simpatías», en diferencias cuali­tativas y no cualitativas, en conceptos, en fin, fáciles de comprender para cualquier persona. Quedaban así establecidos los cuatro elemen­tos básicos de Empédocles. tierra, agua, aire y fuego, que se distinguían por simples cuali­dades. la tierra es fría y seca; el agua, fría y húmeda; el aire, caliente y húmedo, y el fuego, caliente y seco. La transmutación de un elemento a otro, o de una materia a otra, era, pues, cosa perfectamente posible, si se lo­graban cambiar sus cualidades. Sobre todo, teniendo en cuenta que, como enseña la ex­periencia, la mezcla de distintos elementos no es sólo física, sino que da origen a una nueva sustancia, con características particulares (composición química).

Pero la aceptación general de las teorías aristotélicas se debió, tanto como a su relativa simplicidad, a la asimilación involuntaria de principios de tipo religioso, anclados en el subconsciente colectivo de una sociedad aún neolítica Cierto es que Aristóteles quiso darles valor teórico y racional, pero, perdida la tensión filosófica, le era muy fácil al lector semiculto transformar principios como «la naturaleza no hace nada sin finalidad» y «aspira siempre a lo mejor» en una declaración de fe ante la diosa Naturaleza y una aceptación de su provincia divina. En cuanto a la oposición entre el mundo supralunar (formado por el éter, o quinto elemento, o «quinta esencia») y el mundo sublunar, podía muy bien reducirse a una oposición entre los religioso y elevado y lo profano y terreno. No en vano el aristotelismo llegará, con el tiempo, a dominar el pensamiento cristiano.

La filosofía del Liceo llevaba, pues, en sí misma, la base de su popularización y de su asimilación por gentes orientales poco helenizadas e inmersas en tradiciones religiosas milenarias

Tal será lo que ocurra en Alejandría. En efecto, desde los primeros años de la vida de la colonia, el perfecto helenismo imaginado por sus creadores se revelará una quimera. La tentación de una mano de obra barata para los muelles portuarios y la ambición de convertir a la ciudad en la primera y más rica de las metrópolis del Mediterráneo, impulsó a monarcas y g riegos, en general, a aceptar la compañía, en el populoso barrio de Rhacotis, de una nutrida población indígena formada de jornaleros y de artesanos, todos alrededor del grandioso templo de Serapis. Desde el punto de vista cultural, se incorporaban así a la vida de la ciudad las tradicionales industrias egipcias, con sus ocultas recetas transmitidas de generación en generación. Vidrios inimitables, telas teñidas de brillantes colores. oro, plata, aleaciones variadas, se convertían, no sólo en elementos cotidianos para la población griega, sino en la fuente principal de la riqueza ciudadana: la exportación de vasos millefiori (de vidrios multicolores. formando aguas o rosas), de tazones «de sandwich» (con una recortada lámina de oro entre dos capas de vidrio transparente), de tapices, de joyas y de bronces helenomemfitas (con decoraciones híbridas grecoegipcias), sin contar con las vajillas de loza de color verde manzana, permitirían a la ciudad, durante más de seis siglos, mantener una primacía indiscutible en todo el Mediterráneo oriental.

Sus fabricantes, en un principio, hubieron de ser todos egipcios, y, junto con sus técnicas, y a veces unidas inextricablemente a ellas, aportaban toda una serie de creencias religiosas, tabúes y ritos comunes a todos los artesanos primitivos que trabajan con el fuego, y que tan brillantemente han sido expuestas por Mircea Eliade en su libro Herreros y Alquimistas (1). Los minerales son identificados con fetos; el horno, con el claustro materno; hay que escoger días fastos para la inauguración del horno; hay que considerar la naturaleza como madre de los metales, que los hace crecer como a las plantas, etcétera ..

Sin embargo, llegará un día en que la división entre científicos griegos y artesanos egipcios se romperá. El intervencionismo económico de los Ptolomeos les impulsará a colocar a griegos al mando de las industrias principales, obligando a los egipcios a exponerles sus recetas, y, a partir del siglo 11 a. C., la progresiva egiptización del reino (nacida simplemente del aislamiento de los griegos y de su escaso número) llevará a los indígenas a puestos cada vez más elevados y al acceso a la cultura helénica. Alejandría mantendrá el griego como medio de expresión, pero el diálogo entre culturas y su mezcla será ya incontenible.


 
 

Momia de El Fayum, siglo II d. C.

El oro alquímico

 

El interés inmediato y primordial de los griegos hubo de ser, desde luego, el conocimiento de las técnicas artesanas indígenas, para su sistemática reproducción. Pero, junto a ello, nació un interés por dar con nuevas recetas, con innovaciones prácticas, y, para ello, se pensó en aplicar una base teórica al cúmulo de todo lo conocido. Como el aristotelismo no contradecía básicamente los principios míticos y religiosos de los artesanos, la posibilidad se mostraba tentadora, y se llevó a cabo. De esta forma, llegó a fundirse la técnica de los vidrieros, tintoreras y orfebres con la filosofía griega de la naturaleza, en un intento común que pronto se concretó en la obtención de materiales brillantes y lujosos (púrpura, plata, oro) al más bajo precio. Estaba naciendo la alquimia. Bastará que, en un juego teórico que aún no conocemos bien, se pase de la idea de la falsificación a la de la transmutación (suponiendo que ambas se diferenciasen claramente en la mente de los alquimistas primitivos) para que esta ciencia concrete su objetivo principal: el oro alquímico.

La marcha que acabamos de esbozar es, desde luego, puramente lógica, ya que ningún texto nos permite confirmarla. Además, a la luz de los documentos posteriores, habría que añadir otros elementos importantes: por una parte, perdura el sentido semirreligioso de los artesanos, que se une al aristotelismo en una divinización de la Naturaleza; por otra, la pérdida de energía investigadora por parte de los decaídos griegos les impulsa a aferrarse a su pasado, y esto se une al gusto orientalizante por las ideas «reveladas» y a la afición por los ocultos misterios transmitidos desde muy antiguo, presente en toda civilización, para dar una solución inesperada: la alquimia, en vez de ser una investigación creadora, pasará a convertirse en una interpretación de escrituras «reveladas» por dioses, sabios o filósofos de los tiempos más remotos.  

Todos estos aspectos, yuxtapuestos o mezclados, sin que podamos ver el orden de su aparición, se nos muestran ya en los primeros textos alquímicos conservados. No cabe duda de que existieron otros anteriores (pues en ellos se mencionan), pero, para nosotros, la historia de la alquimia comienza, con bases seguras, en los papiros de Leyden y Upsala y en los fragmentos de los Physika kai Mystika.  

Los papiros de leyden (o Papyrus Leidensis X) (2) y de Upsala (o papiro de Estocolmo, o Papyrus Holmiensis) (3) aparecieron, junto con dos papiros de tema mágico, en una tumba de los alrededores de Tebas, en 1828. Los dos, junto con uno de los mágicos, fueron escritos por la misma mano, a fines del siglo III o principios del IV d. C. Pero su contenido, sin duda alguna, y según todos los autores desde Wellmann (4), tiene diversas procedencias y, en buena parte, puede atribuirse a un personaje muy confuso: Bolos de Mendes.  

Bolos de Mendes es, por tanto, el primer alquimista a quien se puedan atribuir unos escritos y, curiosamente, con él comienza la costumbre, después tan arraigada, de atribuir textos a prestigiosas personalidades del pasado. Columela le cita como el «famoso autor egipcio Bolos de Mendes, cuyos escritos, llamados Memorias en griego, fueron falsamente atribuidos a Demócrito» (5).

En efecto, fue curiosamente Demócrito el primer filósofo griego a quien se atribuyeron textos alquímicos. Y ello a pesar de que, por lo poco que conocemos de sus teorías filosóficas, su pensamiento parece incompatible con la alquimia. El filósofo de Abdera (siglo V a. C.), conocido sobre todo por su teoría atomística de la materia, apenas si coincide en rasgos muy generales (y extendidísimos en el pensamiento griego) con Aristóteles y sus seguidores alejandrinos. se limita a aceptar la teoría de los cuatro elementos y a explicar, a su modo, los cambios de la materia, que le parecen constantes.

 

Y eso es todo. Acaso se diese una confusión entre un Demócrito tratadista de técnicas metalúrgicas y su famoso homónimo. acaso se recordase la tradición según la cual el filósofo viajó a Egipto y estuvo en contacto con un noble persa. Ostanes, relacionado con su padre: el caso es que, en el siglo IV d C. todavía Sinesio atribuía a Demócrito. «iniciado por Ostanes». cuatro libros sobre tinturas. «que trataban del oro, la plata, la púrpura y las piedras preciosas».

 

 

 

Recetas artesanales

 

Y. precisamente. los papiros de Leyden y Upsala constan. respectivamente. de 111 y 152 recetas relativas a aleaciones, soldaduras, tinturas de distintos colores y sobre distintos materiales. escritura en oro y plata, falsificación de piedras preciosas, sustitución de metales ricos y análisis de aleaciones; es decir. a los cuatro temas esenciales mencionados en la obra de Demócrito (que serán los tradicionales en la alquimia de los primeros siglos). Véanse algunas muestras:

Papiro de Leyden. 17. Falsificación de oro. «Sulfato de cobre o de hierro (6) y rojo de Sinope. a partes iguales para una parte de oro. Cuando el oro ha sido arrojado en el horno y ha tomado un buen color. échense encima estos dos mgredientes: retirese [el conjunto para dejarlo en· fflar. y la cantidad de oro se habrá doblado. »

Ibidem. 34. Procedimiento para escribir en letras de oro.

"Para escribir en letras de oro, tómese algo de mercurio, introdúzcase en un vaso limpio, y añádanse algunas lá· minas de oro: cuando el oro se haya disuelto en el mero curia. agitese fuertemente. Añádase un poco de goma, un grano. por ejemplo, y, tras haber dejado en reposo, es· cribase en letras de oro. »

Ibidem. 43. Prueba del oro. «Si quieres probar la pureza del oro. fúndelo y caliéntalo: si es puro. tomará su color después del calentamiento y permanecerá como una moneda. Si blanquea. contiene plata; si se torna rugoso y duro. contiene cobre y estaño: si se ennegrece y ablanda. contiene plomo. »

Incluso una receta (la 13 del papiro de Upsala. «sobre fabricación de plata») cita como autoridad a Demócrito.

Por tanto, no es descabellado pensar que, al menos en parte, estos papiros dependan de un texto antiguo atribuido al filósofo de Abdera, y probablemente debido, de hecho, al egipcio Bolos de Mendes, que hubo de vivir en el siglo II a. C.

Sin embargo, a poco que se haya observado, por la muestras que acabamos de presentar, el tono de estos escritos, se advierte que domina todavía en su autor el interés por la práctica meramente artesanal. Se trata de recetas claras, algunas de las cuales han podido ser repetidas aun hoy y permiten comprobar, por ejemplo, que la tercera de las transcritas sólo funciona en caso de impurezas muy importantes (7). A todo lo más que se llega, en este aspecto, es a usar términos que hemos de considerar propios del argot técnico, más que de un verdadero esoterismo ((leche de loba», «espuma de map »«sangre de dragón», etcétera), y a recomendar silencio a quien aprenda las recetas, para evitar, sin duda, su excesiva difusión y mantener el prestigio de los artesanos.

 

 

 

Del Arte Magna al «baño María»

 

Los Physjka kai Mystika muestran, en cambio, un paso más en la evolución y, dentro de su fragmentariedad, constituyen el primer texto verdaderamente alquímico, con sus ribetes filosóficos o pseudorreligiosos. Curiosamente, también llevan el nombre de Demócrito y, consiguientemente, son atribuidos hoya Bolos de Mendes. Y lo cierto es que las recetas sobre purpura, oro y plata que contienen muestran evidentes semejanzas con los papiros antes estudiados. ¿Cómo explicar entonces el que, junto a esos textos, aparezcan otros de un valor teórico infinitamente más evolucionado? ¿Acaso se trata de una obra más tardía del mismo autor? También podríamos pensar que el escriba de los papiros sentía interés tan sólo por el aspecto práctico de la obra de Bolos, o que la parte teórica de los Physika kai Mystika, conservados tan sólo en manuscritos medievales, junto a otros textos alquímicos posteriores, fuese añadida tras la muerte de su autor. El caso es que, en sus partes principales, los Physika kai Mystika que hoy conocemos parecen proceder del siglo I d. C., aunque puedan transparentarse en ellos textos anteriores y que, ya en la antigüedad, eran considerados como el gran libro de texto inicial del Arte Magna. Con ellos, en efecto, entramos por fin en ese mundo de revelaciones misteriosas, de culto a las escrituras antiguas, de pasión por esa naturaleza casi sublimada hasta la religión que antes evocábamos:

«iOh naturaleza productora de las naturalezas! iOh naturalezas ,maiestuosas que por las transformaciones superáis las naturalezas! iOh naturalezas que hechizáis las naturalezas de forma sobrenatural! (8) .. iLos innovadores no creen en la escritura ... i Es necesario prestar atención a la escritura! (9). »

Más tarde, durante el Imperio Romano, se multiplicarán los textos apócrifos, atribuidos a Agathodemon, a Isis, a Cleopatra, al multiforme Hermes Trismegisto, y a esa misteriosa María la judía, conocida por nosotros como inventora del «baño María», pero que era considerada discípula de Ostanes, y, por tanto, de la misma generación que el pseudo-Demócrito (Bolos de Mendes) y un artesano egipcio, Pammenes, citado en los Physika kai Mystika. Más tarde aún, en el siglo III sin duda, irrumpirán en la alquimia los misterios orientales y las distintas gnosis, introduciendo su visión mística y creando, frente a las transmutaciones materiales, otras espirituales. Y, ya en la Edad Media, surgirán la piedra filosofal y el homúnculo para coronar tan inmenso sistema; pero ningún texto podrá superar, en misterio y gusto por lo maravilloso, el que describe, en los viejos Physika kai Mystika, la reveiación de Ostanes:

[El autor se ejercita en la alquimia, pero su maestro ha muerto sin revelarle todos los secretos

«(Entonces) intente evocarle en el Hades. Puse manos a la obra y, en cuanto apareció, le dirigí estas palabras: «¿No me das nada como recompensa de lo que he hecho por ti?» El guardaba silencio. Le grité de nuevo, preguntándole cómo debia hacer para unir las naturalezas. Me respondió que apenas podía hablar, porque un demonio se lo impedía: sólo pudo decirme: «Los libros se encuentran en el templo. »Me volví, y fui al templo en su búsqueda, por si la fortuna me ayudaba a encontrar/os. «. [Explica que Ostanes habia muerto de forma misteriosa, y asegurándose de que sus libros sólo llegasen a manos de su hijo Ostanes, y cuando este saliese de la infancia] .. « «Como, pese a nuestras búsquedas, no encontrásemos nada, trabaiamos desesperadamente para averiguar cómo sustancias y naturalezas se unen y combinan en una sola sustancia. Y habíamos realizado las síntesis de la materia cuando, pasado algún tiempo, tuvo lugar una panegiria en el templo, y tomamos todos parte en el banquete del festejo. Cuando estábamos en el templo, en ese preciso momento, una columna se abrió de improviso por la mitad. A primera vista, nada había en su interior. Pero Ostanes (el hiio) nos reveló que era en esa columna donde se hallaban depositados los libros de su padre. Y, avanzando, los saco a la luz. Nos lanzamos encima, y vimos que nada se nos había pasado por alto, sino sólo esta fórmula. «Una naturaleza es encantada por otra naturaleza; una naturaleza vence a otra naturaleza; una naturaleza domina a otra naturaleza »(10). Y quedamos admirados de que hubiese podido reunirse, en tan pocas palabras, toda la escritura. »(11).

 

 

 

 

NOTAS

 

(1) M. Eliade, Herreros y Alquimistas, Madrid, 1974 (traducción del francés).       '

(2) Editado por C. Leemans en Leyden (tomo II de los Papyri Graeci Musei Luqduni-Batavi), y traducido por E. R. Caley, en Journal of Chemical Education, 3, 1926, 11491166 La traducción de este último es reproducida (en parte) en M R Cohen e I.E. Drabkin, A So urce Book in Greek Science, Cambridge·Massachusets, 1958, p. 360 ss.

(3) Editado por O Lagercrantz (Papyrus Graecus Holmiensis, Rezepte für Silber, Steine und Purpur, Upsala, 1913). Traducido asimismo por E. R. Caley, en J. Ch. Ed., 4, 1927, 979·1002. Dicha traducción, aunque incompleta, es también reproducida en M. R. Cohen e I.E Drabkin, op. cit., p 368 ss.

(4) Véase, en particular, la síntesis de R. P. Festugiere, O. P., La revelation d'Hermés Trismegiste, 1, París, 1950, p. 222

(5) Véase, para éste y otros aspectos del origen de la alquimia, y en particular para el influjo de la filosofía griega, L. Gerardin, La Alquimia, Barcelona, 1975 (traducción del francés).

(7) M. R. Cohen el E. Drabkin, op. cit., p. 365, nota 4.

(8) L. Gerardin, op cit., p. 48. Evidentemente, en el texto la palabra «naturaleza", al singular o al plural, se refiere en concreto a la de un cuerpo específico. Pero, a través de sus poderes maravillosos, es toda la Naturaleza la que, capaz de producir tal ser, asciende a un plano mágico o religioso.

(9) Prueba de que había escritos alquímicos anteriores a los de Bolos y admirados por él.

(10) La traducción de esta famosa frase, y con ella su interpretación, ha recibido formas muy diversas. Acep· tamos aquí la del P. Festugiere, op. cit., p. 229

(11) Para el texto de los Physika kai Mystika, como para casi todos los fragmentos alquímicos griegos conservados, véase la obra antigua, pero fundamental, de Berthelot, Collection des anciens alchimistes grecs (1887) (3 vol).

 

 

 
 

EL NACIMIENTO DE LA ALQUIMIA

 

HISTORIA 16 AÑO V,Nº. 49 mayo 1980 PÁGS. 122-128

 

MIGUEL ANGEL ELVIRA  barba
 
Universidad Complutense de Madrid