Mi intención.

El Cine en la posguerra, espectáculo de masas.

El Cine de la posguerra, una puerta abierta hacia otra dimensión.

Dos ejemplos concretos de cómo el Cine hacía añicos las anteojeras.

Gilda.

El último cuplé.

Memoria de una atropello.

 

 

 

 

Mi intención

 

Hay en Nájera excelentes cinéfilos que nos harían un grande favor si pusieran en negro sobre blanco lo mucho que saben de la historia de las tres salas de proyección najerinas, el Villegas, el Club y el Doga, en las que los najerinos hemos pasado tantos buenos ratos, situados en otra dimensión, la que, apagadas las luces, se abría ante nuestros ávidos ojos en la invisible gran pantalla blanca del fondo.

La manifiesta intención de estas breves notas es obligarlos a hacerlo para aclarar y completar debidamente mi información.

 

 

El Cine en la posguerra, espectáculo de masas

 

Que el Cine era el gran espectáculo de masas de la primera posguerra (desde los 40 a los 60) lo demuestran los siguientes datos.

En bernemar.com [1]  he encontrado una interesantísima sección de “Ocio”, uno de cuyos capítulos se titula “Década de la revolución” (años 60) y tiene un muy ilustrativo “Censo de cines en la provincia de Logroño a 28 de diciembre de 1964”. En él constan los datos que recojo a continuación.

Haciendo cuentas resulta que en esa fecha 48 poblaciones riojanas tenían un total de 75 salas de proyección, y  que entre todas sumaban 36.500 plazas. Los ingresos de ese año, los controlados por el Estado, sumaban 46.775.170 pts. Y el mes de mayor venta de entradas había sido noviembre con unos ingresos de 5.142.567 pts.

En el Partido Judicial de Nájera tenían cines las siguientes localidades:

Alesanco, 2.

Anguiano, 1.

Badarán, 1 (parroquial).

Baños, 1.

Huércanos, 1.

San Millán, 1.

 

En la ciudad de Nájera existían:

El Cine Doga, propiedad de Domingo Domingo García, con un aforo de 629 plazas.

El Teatro Villegas, propiedad de Celso Ochoa Aliende, cuya organizadora era Victoria Ruiz Ochoa, con un aforo de 360 plazas.

El Cinema Club, propiedad de Benjamín Domingo Medrano, con un aforo de 320 plazas.

Total de aforo, en Nájera, 1.309 plazas.

 

Es, en Nájera, el Teatro Villegas, antes Salón Villegas, el local dedicado a representaciones teatrales y a sesiones cinematográficas más antiguo de los tres citados, con más de un siglo de antigüedad.

En el Programa de las Fiestas Patronales de Nájera, año 1944,  aparece junto al Cinema Club que comenzó a funcionar en 1932.

Luego llegaría el más grande y más moderno, el Cine Doga, que es el único que persiste.

 

 

El Cine de la posguerra, una puerta abierta hacia otra dimensión

 

La española de la primera posguerra era una sociedad obligada a permanecer encerrada dentro de la muy angosta prisión gobernada por un rimbombante “Nacionalsindicalismo Imperial” y por un más efectivamente opresor “Nacionalcatolicismo” no menos “imperial” y mucho más clerical. Los dos coincidían en aquella pomposa majadería de “Por el Imperio hacia Dios”.

Se presumía de que el Concordato de 1953 había consagrado “El Estado Católico ideal” (P. Regatillo, S.I. dixit). Pero “El Estado Católico ideal” distaba de tener la fuerza coercitiva necesaria para imponerse del todo en la sociedad española.

 Franco no era precisamente un Hitler o un Stalin que sí lograron construir Estados realmente totalitarios en los que nada, absolutamente nada, escapaba al estricto control del Estado. Era más o menos un Primo de Rivera más hábil o un Mussolini con muchos menos humos. No iba más allá de un conservador antiliberal cuyas únicas ideas claras eran el deseo de mantenerse en el poder de por vida y la de que para ello necesitaba que ningún otro poder, ni siquiera el eclesiástico, pusiera en peligro su objetivo principal.

Franco, en relación con el Cine—al que era más que aficionado; recuérdese Raza (1941) y Franco, ese hombre (1964), ambas dirigidas por José Luis Sáenz de Heredia —,  permitió a la Iglesia la Censura Eclesiástica (la del 3, para mayores; 3r, para mayores con reparos; y 4, gravemente peligrosa) y despotricar contra el “Cine-Corruptor de Costumbres”, lo mismo que contra el baile, pero no impidió que músicas y películas llegaran al gran público y que éste se entusiasmara con los más celebrados actores cuyas libérrimas costumbres y vidas de lujo y escándalo aparecían en la prensa diaria y en revistas especializadas de gran tirada.

Y el gran público percibía a través de aquellas músicas y de aquellas películas una organización de la sociedad y unos sistemas de valores que nada o muy poco tenían que ver con lo que aquí se predicaba.

Y no me refiero sólo a la libertad de costumbres, que horrorizaba a un clero obligadamente célibe y por lo tanto visceralmente misógino y misántropo, no, me refiero a toda una diferente Weltanschauung (Welt, "mundo", y anschauen, "observar"), a una muy distinta cosmovisión, a toda una alternativa visión del mundo y de la vida.

Y de paso, en medio de la obligada miseria soñaba con vivir, al menos durante un corto rato, en un mundo de riqueza, modernidad, adelanto y satisfacción que en la dura realidad cotidiana eran sencillamente impensables.

Voy a poner algunos ejemplos:

Ideológicamente nada tiene de inocente una “película del Oeste”— un  western—. Esos vaqueros, esos granjeros, son radicalmente individualistas, defensores a ultranza de la iniciativa propia, de la propiedad privada y de la lucha a muerte contra la “ley del más fuerte”. Eso, además de ser—a su manera— protestantes piadosos y virtuosos en más de un caso; o más generalmente virtuosos sin confesión religiosa ninguna. Nada que ver con lo que aquí con la obediencia y sumisión que predicaban la Iglesia y el Partido Único o Movimiento Nacional.

En las “películas de guerra” los héroes eran los aliados, los mortales enemigos de los nazis, cuya parafernalia era imitada por el “Nacional sindicalismo imperial” que aquí tanto se lucía.

La “comedia cinematográfica” predicaba lisa y llanamente el american way of life (estilo de vida americano) que contrastaba brutalmente con la gris, fría y triste posguerra que aquí aguantábamos.

Charlot no sólo hacía charlotadas. En sus melodramas y en sus entrañables “películas de humor”, reivindicaba la dignidad, la humanidad, el sufrimiento injusto de los naturalmente sencillos, de las gentes de a pie (the people), de los pacíficos, de las gentes de ojos limpios frente  la dureza de un mundo construido y gobernado por la “ley del más fuerte”.

En el polo opuesto, pero defendiendo lo mismo, estaban Robin Hood, el bandido romántico, o los héroes de las “películas de capa y espada”.

También en ambos tipos de cine era evidente el contraste con el falangismo pisa-tripas y la autoridad testicular que por aquí pululaba haciendo de las suyas.

Tampoco se salvaba el “cine religioso”. Casaban muy mal con el “nacionalcatolicismo” imperante películas basadas en vidas de santos, como la patriota Juana de Arco, el hospitalario Vicente de Paul, las gigantescas  monjitas de “Dialogo de Carmelitas” o el libérrimo Tomás Moro de “Un hombre para la Eternidad”, por citar una película inglesa y algunas francesas memorables. Estos santos del Cine se atrevían a pensar y a sentir por su cuenta. Cuando entraban en la iglesia o cuando se topaban con el poder, se quitaban el sombrero, pero la cabeza seguía en su sitio, y funcionando.

 

 

Dos ejemplos concretos de cómo el Cine hacía añicos las anteojeras.

Gilda

En la primera semana de enero de 1948, se estrena en Logroño la película Gilda.

El abuelo Antonino, el tendero de Manjarrés, que sólo tenía estudios primarios, pero que leía todos los días el periódico y, siendo más de derechas que el asta de la bandera nacional, oía los noticiarios de la BBC en un muy hermoso y potente aparato de radio Philips, desde Manjarrés, bajó a Logroño ex proceso para verla, porque sobre su “mala” fama, algo había leído en la prensa u oído en la radio.

Volvió de Logroño, según me contaba mi madre, encantado de la mítica actuación de la gran Rita Hayworth, si es que no enamorado de la actriz,  y andaba recomendando la película a todo aquel que él consideraba persona medianamente inteligente.

Aquel “apostolado” no le gustó mucho al cura del pueblo, con el que se llevaba muy bien, por cierto, y buen clérigo le advirtió a mi abuelo que “de seguir predicando las “virtudes” de la Gilda, no iba a tener más remedio que declararlo pecador público y prohibirle la entrada a la iglesia a oír misa los domingos”.

El abuelo prometió mantener la boca cerrada, pero no se pudo librar de que el cura, el domingo siguiente, en el púlpito, los pusiera, a él y a la película,  verdes, amarillos y morados.

Gilda[2] supuso para muchos deprimidos españolitos el redescubrimiento de la más franca sensualidad y del irresistible atractivo de ciertas curvas femeninas.

Como decía el cura de Manjarrés en el sermón de marras, “era el paganismo que volvía; mejor, era el  Satanás del Paraíso tentándonos de nuevo, de la mano de la mujer…”.

 

El último cuplé

No habían pasado 10 años cuando en Madrid, en 1957 se estrenaba una película musical que iba a armar otra escandalera semejante.

Se trataba de El último cuplé, dirigida por Juan de Orduña y protagonizada por la Sarita Montiel.

El clero volvió a tronar y a lanzar rayos y centellas, pero el éxito fue el que describen estas cifras[3]:

Durante las primeras 38 semanas de proyección en Madrid, se obtuvo una recaudación de 15.000.000 de pts.

La mayor recaudación semanal se dio en la semana séptima, 479.737 pts.

La mayor recaudación en un día festivo fue de 100.000 pts. Y de un laborable, 58.000 pts.

Durante ese tiempo, en España, la película recaudó 50.000.000 de pts.

Cuando la película se proyectó en Nájera, el cura de Manjarrés la volvió a armar, pero como en el caso anterior, fue predicación en desierto y Sarita Montiel se convirtió en la mujer más deseada de la comarca y de España.

 

 

Memoria de una atropello

 

A don Santiago Gil de Muro, profesor del Seminario de Logroño, le debo muchas cosas:

·       Las única formación religiosa decente y útil que recibí en 10 años de estancia en el Seminario.

·       Su contagioso amor a las corridas de toros y a la buena literatura que han generado.

·       Mi iniciación en la lectura de la mejor literatura contemporánea, española y universal.

·       El haber aprendido de su mano a ver inteligentemente cine, todo tipo de cine, y a disfrutar por ello.

Pero en el Seminario había mandamases que no eran precisamente Don Santiago.

Recuerdo que en el invierno del 61 o del 62 nos proyectaron esa maravilla de película de animación que es Fantasía de Walt Disney. Pero no pudimos verla entera. Se suponía que íbamos a ser gravemente tentados en nuestra castidad angelical, si veíamos la 5ª y la 6ª partes, la ilustración de la Sexta Sinfonía, la Sinfonía pastoral de Beethoven, con representaciones de divinidades paganas, y sobre todo el ballet de la Danza de las Horas, tomado de la ópera La Gioconda de Ponchielli, bailado aquí por hipopótamos, elefantes, avestruces y cocodrilos con gracia y virtuosismo pero que termina en un divertido estropicio.

Luego supe algo de la “mala vida” del promotor de la censura. Un pobre diablo que se dedicaba a exigirles a los demás lo que él era incapaz de practicar. Vamos, lo de “la brizna en el ojo ajeno y la viga en el propio” o las dos alforjas de Esopo y Fedro que vienen a decir lo mismo.

Ejemplo que muestra hasta qué punto eran incompatibles el buen cine y el rancio “nacionalcatolicismo”; y también hasta qué punto era hipócrita la moral de los que mangoneaban en aquel más que podrido tinglado.

 

 


NOTAS

[1] WWW.bernemar.com/espectaculos/Ocio_XX_6_censoCines html

[2] Usa, 1946, dirigida por Charles Vidor y protagonizada por Rita Hayworth y Glen Ford

[3] La Estafeta Literaria, nº 116 (Tercera Época), 15 de febrero de 1958, “Escándalo cinematográfico. El extraño caso de “El último cuplé”, ps. 10-11.

http://www.ateneodemadrid.com/biblioteca_digital/Estafeta_Literaria/1958_00116.pdf

 

 

 
 
 

 

 

Cine y sociedad en la posguerra

 

ANTONINO M. PÉREZ RODRÍGUEZ
Catedrático del IES “Lope de Vega” de Madrid